lunes, 29 de diciembre de 2008

ESLABONES DE PAPEL

María no era un niño ni melancólico, ni triste. En el colegio, sus compañeros de clase se burlaban de él; se reían de su nombre, hacían chistes a su costa, y se divertían convirtiéndole en el centro de todas sus bromas. Alguno de sus profesores gozaba de manera insana haciendo caso omiso a las chanzas, a veces crueles, que María tenía que soportar. Otros profesores, la señorita Ana y Don Julián, tomaban la actitud completamente contraria y sobreprotegían a María. Siempre estaban pendiente de él, vigilaban para que no sufriera ninguna broma demasiado pesada, e incluso castigaban a los más osados de entre sus compañeros, entre ellos Enrique y Currito.
Cerca de su casa, rondando el centro de la ciudad, la situación no era demasiado distinta. Los niños de los alrededores siempre encontraban alguna puya oportuna, una gracia improvisada, o una rima ocurrente. A veces, el zagal de la tienda de telas y paños que hacía esquina en una de las calles peatonales del vecindario, también se unía a la fiesta y le dedicaba algún comentario ingenioso. En cambio, la señora Carmen, del puesto de churros ambulante, y Jerónimo el del bar, espantaban a los moscardones que revoloteaban alrededor de María, zumbando ironías orales entre sus alas lenguadas.
A María no le importaba demasiado ninguna de aquellas cuestiones. Agradecía el interés de sus aguerridos defensores, y disculpaba la osadía de sus vehementes perseguidores. Tenía muchas cosas siempre revoloteando por su cabeza, enredando en sus pensamientos, y miles de ideas surcaban el azul que María imaginaba como telón de fondo de su imaginación. Nunca prestaba demasiada atención en el colegio, y puede que ese fuera el motivo principal para que sus calificaciones no fueran del todo lo buenas que sus mayores hubieran deseado. No era un niño torpe, o al menos no demasiado, decían sus profesores, en particular Don Servando, su tutor. No es que vaya a ser de mayor ningún Einstein, pero tampoco tiene madera de zoquete. Es una lástima que no esté más atento en las clases. Su tía Marta se enfadaba con él, le reprendía su falta de esfuerzo, y le advertía del negro y deslustrado futuro que le aguardaba de seguir con esa trayectoria. María asentía con la cabeza, muy serio, y de verdad molesto consigo mismo por no dar todo lo que de él se esperaba, pero al mismo tiempo era consciente de que no tardaría en pasar por una situación similar. No por su propia voluntad, por su puesto, sino por su falta de ella. María era consciente de estar dominado por un ángel despistado e imposible, un soplo mágico que lo raptaba inevitablemente hasta cualquier lugar, real o no, distante quilómetros o mundos del lugar en el que debería encontrarse su mente, que no era otro que el mismo lugar en el que debía estar su propio cuerpo.
María vivía con su abuelo. A veces, cuando María lo miraba sin que él se diera cuenta, creía sorprender un leve destello en su mirada, o un gesto en la comisura de sus labios, o un detalle en sus ceja que hacía que María pudiera reconocer en él a su madre. Realmente, su abuelo no se parecía a ella, tampoco María, pero en esos momentos especiales era cuando María sentía más tangible el invisible hilo que los unía a los tres.
No tenía grandes recuerdos de su madre, de su padre tampoco. A menudo, cuando era pequeño, su condición de huérfano había fortalecido un poco su situación frente a sus compañeros de clase o del barrio, pero sólo un poco. Con los adultos duraba más; las señoras tenían un grado de simpatía hacia él que le agradaba. Incluso a veces le parecía que alguna llegaba a sentirse realmente culpable por no poderlo adoptar, culpable por tener una vida de la que María no formaba parte ni podía hacerlo. Con los caballeros no ocurría exactamente igual; ellos no querían adoptarlo ni protegerlo, pero adivinaba una comprensión ruda, viril, de hombre a hombre, que lo confortaba y le hacía sentirse mejor. Claro que todo esto ocurría antes, cuando era pequeño. Ahora era mayor; ahora tenía ocho años, y ésas eran cosas que pertenecían a su pasado y que María ya había superado con éxito hacía tiempo.
Sus padres se fueron tiempo atrás, cuando María tenía algo más de cuatro años. Se marcharon a las afueras a hacer alguna visita o algo similar, no lo recordaba con exactitud. Se fueron y no volvieron. Al principio, sólo le dijeron que se habían ido a hacer un viaje largo, muy muy largo, como en los cuentos; y lejos, muy muy lejos. María los echó mucho de menos al principio, durante mucho mucho tiempo. Dos semanas por lo menos; incluso puede que más. Después de eso, María comenzó a acostumbrarse a su ausencia, y finalmente, se dio cuenta de que no los echaba en falta. Algunas mañanas se despertaba sabiendo que había llorado en sueños la ausencia de sus padres, pero sólo era una sensación. Nunca llegó a recordar ninguno de aquellos sueños, y a lo largo del día, aquella sensación siempre terminaba por desaparecer. Finalmente, también los sueños acabaron muriendo, y María supo que había vencido. Había superado la ausencia, y si lo había logrado, no habría cosa en el mundo que no pudiera lograr. Por eso no era un niño triste ni nostálgico, por mucho que se burlaran de él y de su nombre. Por eso era incluso muy muy feliz, porque estaba vivo y era consciente de ello, y eso era mucho más de lo que otros podrían decir.




Leandro era un joven extraño. No compartía la mayoría de las inquietudes de la gente de su edad. Tampoco tenía los mismo gustos, la misma forma de vestir, las mismas aficiones o los mismos objetivos en la vida. A pesar de eso, Leandro no era para nada un inadaptado. Tenía buenas relaciones con sus compañeros de clase, e incluso un éxito moderado entre sus compañeras, lo que lo convertía en una persona con una cierta proyección en el complicado mundo adolescente en el que se movía. A menudo, Leandro prefería pasar los fines de semana rondando la azotea del edificio donde vivía, si el tiempo lo permitía, telescopio en mano buscando capturar un segundo mágico producido cientos o miles de años atrás. Decía que era como hacerlo vivir de nuevo, una suerte de eternidad casi completa, o al menos, un eslabón en la incierta cadena que la conformaba. Otras veces, Leandro salía cualquier lunes o martes a pasear, a tomar algo, o a contemplar el tranquilo viaje del río en su camino perpetuo buscando el mar. En estas ocasiones, Leandro gustaba de estar solo para poder respirar el silencio a gusto, para oír sus propios pensamientos susurrando bagatelas al aire, para ver el aroma del río mezclarse con la música de las estrellas. Aún así, Leandro nunca despreciaba la compañía de quien quiera que pretendiese acompañarlo. A veces era alguna joven buscando aquello que lo hacía especial; otras veces era algún compañero buscando que le revelara el secreto que le hacía parecer especial a los ojos de ellas.
En ocasiones, Leandro tomaba papel y carbón y dibujaba recuerdos en blanco y negro. No le gustaba dibujar pensamientos en blanco y negro; prefería pintar pensamientos a todo color. Si los pensamientos eran muy intensos los pintaba con óleos y barnices, y si eran menos vívidos usaba témperas e incluso acuarelas. No se sentía fuera del mundo, de su mundo, aunque era consciente de tener una suerte poco habitual, pues no había nunca ninguna nube demasiado oscura en su horizonte.
Leandro era un joven enamoradizo. Siempre estaba enamorado, y una consecuencia lógica de ello era que continuamente se estaba también desenamorando. A veces se enamoraba varias ocasiones en un mismo día, pero a él le daba igual. Tenía corazón para eso y para mucho más. Otra consecuencia de su enamoramiento continuo eran los rechazos y desengaños. También esto le daba igual; para los primeros, siempre quedaba la opción de enamorarse de nuevo, y para los segundos... Para los desengaños, Leandro tenía la opinión de no ser nunca tales, pues en cada brizna de amor quedaba siempre un minúsculo grano de polen que podría hacerlo germinar en cualquier otro momento. Cosas tangibles, cosas abstractas, objetos, ideas, naturaleza, artificio... nada escapaba a la mirada enamorada de Leandro, ni siquiera las personas. No; definitivamente, no era un joven inadaptado, ni siquiera para el complicado mundo post adolescente en el que vivía.




El señor Blanco era un hombre con suerte. Había triunfado en la vida, o al menos a él le gustaba sentirlo y expresarlo así. Había dedicado su vida laboral a aquello que le gustaba, y encima había tenido el lujo de poder vivir de ello. El señor Blanco se sentía bien consigo mismo; se sentía un privilegiado por haber vivido la vida que había vivido. Conoció el éxito antes de cumplir los cuarenta años, y desde aquel mismo momento tuvo muchísimo más dinero, fama y reconocimiento del que jamás había soñado tener. Se sentía cómodo ante las cámaras, el micrófono o los oyentes, y no sólo no sentía miedo escénico, sino que un curioso cosquilleo se apoderaba de sus entrañas ante el completo placer que para él significaba enfrentarse a un público ansioso por escuchar sus palabras, debatirlas e incluso cuestionarlas.
El señor Blanco era un hombre coqueto. Siempre lo había sido, y dedicaba una parte de su tiempo a sentirse bien en el cuerpo que ocupaba. Tomaba sol artificial para mantenerse bronceado, cuidaba su piel para que se mantuviera lo mejor posible en cada etapa de su vida, vestía con el toque justo de informalidad que le daba esa personalidad suya tan característica, y cambiaba su corte de pelo y la longitud de su cabello con la frecuencia adecuada para que no lo arrastrara la corriente.
No tenía muchos amigos, en parte porque la vida le había enseñado que muy pocas personas merecen ese calificativo, y en parte porque la vida misma se había en cargado de devolverlos a todos al polvo del que procedían. Aún así, el señor Blanco era amigo de sus amigos, de los pocos que tenía, y gozaba de su compañía y de sus ausencias. Lo que sí tenía el señor Blanco era multitud de conocidos. Los tenía de todas las edades, de todas las razas, de diferentes nacionalidades... El señor Blanco gustaba de sentirse rodeado de mucha gente, y a menudo organizaba tertulias en el soleado salón de su residencia de fin de semana. Conservaba el viejo inmueble familiar de la ciudad, convenientemente restaurado y acondicionado, faltaría más. Pero gustaba de escuchar el sonido del agua al caer en cascada sobre ella misma, acompañada por un coro de pájaros de diferente cantar. El señor Blanco se había comprado un terreno a un par de docenas de quilómetros de la capital, en una zona residencial, y allí se había hecho construir una pequeña villa acorde con sus gustos, donde no faltaban ni el sol, ni el agua, ni los pájaros, ni los árboles que los cobijaban. Tenía un amplio salón circular de paredes y techos de cristal que podían cubrirse en caso necesario, completamente aislado de la residencia propiamente dicha. El patrimonio del señor Blanco daba para eso y para mucho más. Ese era uno de los motivos por los que se consideraba a sí mismo un hombre de éxito, y muy muy afortunado de serlo.
El señor Blanco estaba a punto de cumplir ochenta años, y ése era otro de los motivos por los que estaba seguro de ser muy muy afortunado. No todo el mundo alcanzaba su edad, y menos aún en las óptimas condiciones físicas y mentales en las que él lo había hecho.



María salía a pasear con su abuelo por lo menos tres tardes a la semana. Las calles del barrio eran estrechas; tan estrechas que daban la sensación de ser mucho más altas de lo que en verdad eran. Había muchos lugares sombreados en el barrio, y María tenía la absoluta certeza que en algunos lugares, la luz del sol no llegaba desde siglos atrás. Aquella era una ciudad milenaria, lo sabía muy bien. Su abuelo le contaba algunas cosas sobre ella de vez en cuando; leyendas sobre reyes enamoradizos, sobre monjas y caballeros, sobre pícaros y marineros... Su abuelo no era tan viejo como la ciudad, pero sí lo suficientemente viejo como para hacer aprendido aquellas historias. María las escuchaba caminando en la grata sombra de siglos de las calles del barrio. Su abuelo solía decirle que todas aquellas historias que tanto le entusiasmaban estaban en los libros, por eso tenía que leer muchos, para encontrar las que más le gustaran. María preguntaba el por qué; por qué las historias estaban en los libros, y la respuesta era la más simple y lógica del mundo. Los libros eran los cofres de las historias; las cajas fuertes de las leyendas, igual que los bancos lo eran del dinero. Los contadores de historias las guardaban en los libros para que no se perdieran con el paso del tiempo. Su abuelo le decía que quien tenía más historias era más rico que quien tenía más dinero.
Una vez, paseando como era su costumbre, entre las sombras y el frescor excesivo que la primavera dejaba en las calles altas y estrechas, sus pasos les llevaron ante una tienda con un escaparate muy extraño, pero fascinante. María aún guardaba en su paladar el sabor dulzón y algo salado del chocolate con calentitos que se acababa de merendar en la cafetería de la esquina de la plaza. María aún no lo sabía, pero ese sabor a chocolate y calentitos siempre lo acompañaría como telón de fondo en los momentos que le resultarían más felices en sus años por venir. El escaparate era una mezcla de historias distintas, de épocas diferentes, de aventuras y secretos. Había una espada de empuñadura dorada y funda azul, María sabía que el nombre de la funda era vaina, pero no le gustaba cómo sonaba. También había una bola del mundo marrón y negra, con varias figuras de porcelana distribuidas entre todos esos objetos y otros más que le llamaron menos la atención. María miró con ojos fascinados todo aquello, pero fue al fijarse en la esquina inferior izquierda, cuando supo por qué su abuelo lo había llevado allí. Al fondo, abajo, en el rincón, casi oculta a la vista por el resto de objetos, había una pluma de escribir. No era la pluma más bonita, pero sí era una pluma magnífica; María lo supo en cuanto la vio. Miró a su abuelo con ojos abiertos como platos, y él supo leer en ellos la muda pregunta. Efectivamente, dijo, es una pluma mágica. Un contador de historias la utilizó para escribir la más bella colección de leyendas que pueda imaginarse, y desde que él murió, nadie ha vuelto a usarla.
Y fue en aquel preciso instante cuando María decidió que quería contar historias, y que un día tendría aquella pluma, para que ella lo ayudara a él del mismo modo que había ayudado a su anterior poseedor.




Leandro quería ser contador de historias. No había hablado de ello con nadie, pero estaba bastante convencido de saberlo con seguridad. Le gustaba pintar, ver el cielo, oír o descubrir acordes en su cabeza y en sus dedos. Pero en el fondo sabía que aquello sólo eran manifestaciones parciales, capítulos sueltos de la gran historia que debía de ser el dedicarse a contar historias. A veces un pensamiento se colaba entre las gotas de color o el polvo de carbón, y Leandro sabía que no era sino un matiz de la historia que se escondía tras la imagen del lienzo o del papel. Otras veces en cambio, podía escuchar el sonido que producían en su cerebro dos ideas al encajonarse a la perfección, mientras sus dedos robaban música al instrumento. También entonces, Leandro sabía que aquellas notas eran la banda sonora de la historia que se estaba configurando en su cabeza mientas sus manos la entonaban. Por supuesto que en otras ocasiones, mientras buscaba brillos y oscuridades a través del telescopio, una imagen se introducía dentro del tubo, entre las dos lentes, y Leandro tenía la certeza de que aquella imagen era el eje central de la historia universal que veía en el firmamento.
Cerca del edificio donde vivía había una tienda de antigüedades. Leandro había visto una vez una pluma en su escaparate, y desde entonces se había enamorado de ella. Muchos días, al volver a casa por la tarde, se pasaba por el escaparate para ver si seguía allí. No era extraño que Leandro cruzara los dedos, porque le asaltaba el presentimiento que alguien había comprado la pluma. Entonces se acercaba corriendo hasta la tienda y se quedaban al lado del escaparate, la espalda apoyada en la pared, recobrando el aliento, aún sin atreverse a mirar a través del cristal. Sentía su corazón trotar en las sienes, y un gusto extraño en su boca. Cerraba fuertemente los ojos y apretaba los puños; era como tomar un jarabe cuando era pequeño, no sabía cómo iba a estar su sabor, si le iba a gustar o no. Entonces, de repente, se plantaba ante el escaparate y abría los ojos para descubrir que la pluma estaba allí, que el jarabe no estaba amargo sino que le gustaba su sabor. Luego volvía a su casa más tranquilo y esa noche dormía mejor y soñaba nuevas historias que un día escribiría con aquella pluma.
La primera vez que Leandro entró en la tienda con intención de interesarse por la pluma se arrepintió en el acto de haberlo hecho. Cuando el propietario le preguntó sobre sus intereses apenas pudo balbucear una respuesta incoherente antes de salir a la calle buscando aire con desesperación. Luego pasó varios días ensayando en su casa, pensando en la frase correcta, imaginando la respuesta del hombre mayor. No podía permitir que éste pensara que era una cuestión de dinero, era mucho más que eso; era una cuestión de inspiración. Si llegaba a poseer aquella pluma mágica, la musa se enamoraría de él y vendría a verle con frecuencia. Incluso tal vez se quedara a vivir a su lado, en aquel viejo barrio del que ella tanto gustaba.
Naturalmente, aquella ocasión en la que Leandro entró al fin en la tienda de antigüedades y se interesó por el valor de la pluma, todo salió mal. Y Leandro se prometió a sí mismo que un día saldría de aquella tienda con su pluma en la mano.




El señor Blanco se estaba preparando para asistir a una gala en su honor. Estaba a punto de recibir el mayor galardón del país en reconocimiento a su trayectoria, y desde hacía semanas debía atender a los medios que contactaban con él para hacerle algunas preguntas sobre su vida y su obra. Tal vez a cualquier persona de su edad aquella actividad le habría agotado en exceso, pero no así al señor Blanco. A él no sólo le gustaba, también suponía un aporte extra de vitalidad que le hacía sentirse como un jovenzuelo de sesenta años.
Estaba pensando en lo rápido que pasa todo, y en lo simples que son las cosas difíciles y lo complicadas que se vuelven las cosas sencillas. Y de repente, un día te levantas con ochenta años, el mundo está cerca de acabar, al menos para ti, y descubres que todo ha sido una broma sin trascendencia alguna. Al menos, en eso el señor Blanco estaba contento. Su vida no había sido trascendental en absoluto, y se hallaba plenamente convencido de haberle sacado el máximo partido que había podido o que había sabido sacarle.
Había empezado su carrera bastante tarde, cuando la mayor parte de sus colegas ya estaban consagrados plenamente, o al menos, ya habían comenzado su andadura con años de antelación. Al principio fue algo duro, pero no duró mucho; muy pronto, alguien vio futuro en el señor Blanco y apostó por su trabajo. En pocos años aquella apuesta dio sus frutos, y el talento que hasta aquel momento había estado encorsetado encontró anchas avenidas por las que transitar. El señor Blanco supo desde muy joven cuál sería la historia más íntima que quería contar. Porque el señor Blanco contaba historias, y esa profesión había sido para él su vida misma desde que cincuenta años atrás decidiera por fin escribir su primera frase en su vieja Lettera, con tinta negra casi descolorida por la falta de uso. Había contado aventuras, romances, odios, miedos, ambiciones, triunfos, fracasos... Había escrito en pasado, en presente y en futuro, en este mundo y en otros mundos. Había escrito a lápiz, a bolígrafo, a rotulador, a máquina... Pero lo que más le había gustado, lo que más le gustaba aún, era escribir sobre la vida y hacerlo con pluma.
El señor Blanco tenía muchas plumas. Plumas de todos los colores, de todas las formas, de todas las marcas y tipos. Plumas caras de fino diseño, plumas desconocidas de contornos y colores atrevidos, plumas clásicas y plumas vanguardistas... Escribía todos sus originales sobre papel en el mayor porcentaje de las ocasiones, usando cualquiera de sus plumas. A veces podía corregir o añadir algo a bolígrafo, lápiz o rotulador, y al final acababa escribiendo el texto definitivo en el teclado. Sólo una pluma se diferenciaba del resto. Sólo una pluma era su favorita, su talismán, el auténtico secreto de su creatividad. El señor Blanco guardaba su pluma favorita con cariño, la mimaba y la quería, pues no en vano, de aquella pluma habían brotado las mejores páginas que el señor Blanco había escrito en toda su vida.




María había encontrado un rumbo para su vida, un camino que recorrer para llegar a una meta que en verdad deseaba desde que descubriera su pluma; más aún, lo deseaba desde que sabía que los libros eran los cofres de las historias. Nunca le habían preocupado en exceso que los niños se burlaran de su nombre, y desde que encontró su camino le preocupaba menos aún. Nunca había echado demasiado de menos a sus padres desde que superó su ausencia, y desde que vio la pluma los añoró mucho menos aún.
Su abuelo murió con el paso de los años, las arrugas fueron apareciendo en el rostro del anticuario, que María veía desde el cristal del escaparate, y su relación con su tía se iba estrechando cada vez más a medida que se iban amoldando el uno al otro. María soñaba con su pluma, soñaba con el día en el que tuviera la edad suficiente como para cruzar el umbral de la puerta de la tienda de antigüedades y decirle a su dueño que venía a por ella, a por su pluma. Su pluma. No habría historia que no pudiera contar una vez que la poseyera. Sabía que era una pluma mágica desde la primera vez que la vio. Su abuelo se lo confirmó casi en el mismo momento, y poco después, en uno de aquellos paseos de su mano, entró por primera vez en la tienda y eliminó cualquier posible duda que pudiera quedarle al respecto. ¡El propio anticuario le aseguró que en efecto, era una pluma mágica! María no recordaba si fue el anticuario en realidad, o fue su propio abuelo quien lo dijo y el anticuario sólo hizo el darle la razón a éste. Pero desde aquella visita primera, María supo que aquella pluma había pertenecido a alguien llamado Bécquer, y que fue con ella con la que escribió su libro de leyendas. Fue la propia pluma quien las escribió; Bécquer sólo puso la mano. María sabía que con toda seguridad, aquella pluma mágica estaba poseída por el espíritu eterno del duende de aquella ciudad. Era ella la que conocía las historias, era ella la que las susurraba al oído del contador de historias, era ella la que se había fundido con aquel espíritu eternamente inspirado del duende, y de la misma forma se había fundido luego con el espíritu de aquel Bécquer. María sabía que del mismo modo, la pluma se fundiría con su propio espíritu una vez que él la tuviera entre sus dedos. Ya podía oír el susurro de esas historias, podía intuirlas, pero de momento sólo era un murmullo indefinible, insuficiente para escribir historias que guardar en ningún libro. María estaba seguro; sería contador de historias algún día. Conseguiría aquella pluma y con ella podría escribir historias tan bellas como las más bellas contadas antes incluso de que él mismo naciera; incluso antes de que naciera su propio abuelo. Seguro que aquella pluma perteneció a alguien antes que a Bécquer, y a alguien más antes que a él, y así podría ir retrocediendo atrás en el tiempo. Él era el siguiente eslabón; tendría aquella pluma, y cuando acabara su propio recorrido, volvería a ponerla en aquel escaparate hasta que llegara su próximo dueño...




Leandro había pasado por la adolescencia casi sin darse cuenta. Había vivido toda su vida en el mismo piso, en el mismo edificio, en la misma calle del mismo barrio de la misma ciudad. Había visto a algunos jóvenes de su niñez convertirse en respetables padres de familia; a numerosos padres de familia los había visto envejecer, unos marchitándose y otros transformándose en algo diferente; a muchos ancianos había dejado de verlos porque la muerte se los llevó tras el inefable paso del tiempo y la vida. Montada en uno de sus vagones, su infancia había quedado atrás hacía milenios, y ahora, su adolescencia hacía lo propio instalada en el vagón siguiente.
Leandro había experimentado todas las pasiones y todos los cambios propios de la adolescencia. Había disfrutado y había sufrido con ellos; había reído y había llorado; había conocido amistad y desengaño, amor y rencor. A todos los había conocido, y a todos los había aceptado como perpetuos compañeros de viaje. Pero por encima de todos los cambios y de todas las pasiones, había mantenido una pasión en un plano superior al resto como un pilar inamovible en su vida. Leandro quería contar historias, y esa era la auténtica pasión de su vida.
Ahora sabía cómo contar historias, cómo atrapar la secuencia correcta de letras en el papel, pero aún no se había lanzado a la aventura de plasmarlas en el mundo físico, más allá de la realidad del carboncillo, óleo, témpera, acuarela, astros y acordes en la que vivía. Por encima de todo estaba aquella pluma; seguía estando aquella pluma. Leandro no quería comenzar su aventura como contador de historias hasta que la pluma se apoderara de sus dedos. El anticuario también había envejecido; se había transformado en un anciano apacible y educado, y su hijo llevaba las riendas del negocio. Era un hombre joven, no demasiado mayor que él mismo. Puede que inspirado por el viejo anticuario, puede que por iniciativa propia, una de las primeras modificaciones que introdujo su hijo fue la de historiar los objetos de la tienda. Tras años de observar la pluma en su lugar del escaparate, Leandro comenzó un día a ver una pequeña leyenda junto a ella, donde se explicaba que con toda probabilidad, de aquella pluma salió la tinta que inmortalizó la versión original de las Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer. Puede que el nuevo anticuario pretendiera así dar más valor a la pluma, puede que sólo intentara darle salida tras tanto tiempo anquilosada en el escaparate. Daba igual, porque aquella pluma no podría llevársela nadie que no fuera él mismo.
Aquel día, Leandro se acercó a la tienda con el corazón galopando en sus sienes. Al fin había conseguido reunir el dinero necesario para adquirirla, aquella cantidad prohibitiva que el anticuario padre le soltó tiempo atrás como ofensa a su exiguo poder adquisitivo. El último día de su vida previa, Leandro no llegó a la tienda por el lado del escaparte, sino por el de la puerta. Igualmente, se apoyó en la pared antes de entrar, como otras infinitas veces lo había hecho antes de asomarse al escaparate. Aquella vez era al fin la definitiva. Tomando aire, Leandro dio un paso al frente y cruzó al fin el umbral, entrando así en la primera parte del resto de su vida.




El señor Blanco tenía su pluma favorita desde hacía años. La verdad fue que aquella pluma había iniciado su camino al éxito, había significado el primer y más importante peldaño en la escalera hacia la cima. Con ella había escrito su ópera prima, también su obra maestra, y por supuesto, su canto del cisne, su principal obra de madurez.
El señor Blanco había adquirido su tesoro en una tienda de antigüedades cuyo dueño había muerto ya hacía muchos años. Aquella tienda aún seguía abierta en el mismo lugar, y el hijo del dueño se había retirado ya del negocio, traspasándolo a su propio hijo. En la actualidad, un letrero sobre la puerta de la tienda anunciaba orgullosamente que era la quinta generación familiar al frente de la tienda, aunque se adivinaba que la sexta no tardaría en entrar en escena, pues también el hijo del anticuario había muerto poco tiempo atrás y el nieto, la quinta generación, había sobrepasado con seguridad y holganza los sesenta.
El señor Blanco peleó contra todos por adquirir aquella pluma y a todos había vencido. No sabía cuántas personas más habían sentido la poderosa llamada mágica de aquel objeto. Algunos la oirían antes que él mismo, otros al mismo tiempo, otros más tarde. Pero finalmente había sido él quien se hizo con el poderoso aliado que vivía en la pluma; el espíritu del duende de la ciudad. Efectivamente, la carrera del señor Blanco fue un auténtico meteoro. Realmente parecía que la musa se había enamorado de él, pues la cantidad y calidad de historias que plasmó en el papel no sólo le dieron fama y fortuna, sino que además le proporcionaron gloria y reconocimientos, uno de los cuales era el que iba a recibir en breve.
Sí, había sido una vida larga, intensa y fructífera. El señor Blanco miró su pluma por última vez, siendo consciente de ello. Aquella pluma no era suya en realidad, del mismo modo que tampoco lo había sido de Bécquer, ni de quien fuera antes que de él. Aquella pluma sólo pertenecía al espíritu que la habitaba, y el señor Blanco siempre supo que un día debería devolverla, donarla a la tienda de antigüedades donde la compró, para que alguien en el futuro volviera a sentir su llamada y pudiera usar su mágico influjo como catalizador de historias.
El señor Blanco cerró el estuche, lo envolvió en papel azul de regalo, al que adjuntó una nota breve en una tarjeta con su nombre, y lo metió todo en un sobre acolchado con destino a la tienda de antigüedades. Por fin, se acercó al espejo, se dio unos últimos toques, y abandonó su domicilio, camino de su cita con el premio y con su destino. El servicio se encargaría de remitir el paquete a la tienda; él ya había hecho su parte.
Una sonrisa satisfecha iluminaba el rostro del señor Blanco cuando abandonó su casa por última vez.

Jose era una niña alegre y vivaracha, a pesar de todo. Siempre tenía una sonrisa en los labios, un gesto amable para cualquiera que se cruzara con ella, un buen sentimiento para cada cosa que desfilara por delante de su mirada, aunque fuera sólo de pasada. Jose no había nacido en el barrio; mejor dicho, no había vivido nunca en él hasta pocos meses antes, cuando el trabajo de sus padres la había llevado a vivir allí. A pesar del poco tiempo que hacía, Jose se había ganado rápidamente las simpatías de todo el vecindario; primero de su planta, luego de todo el edificio, finalmente del resto de personas que la conocían. Aún no conocía todo el barrio; era bastante grande, y a pesar de ser prácticamente peatonal en la mayor parte de sus calles, era una niña tan súper protegida que apenas tenía tiempo ni ocasión para investigar por su cuenta.
Jose daba cortos paseos por los alrededores cuando aún era de día, y así, poco a poco fue haciéndose al entorno hasta convertirse en parte de él y convertirlo a su vez en parte de ella. En uno de esos paseos, Jose cruzó por delante del escaparate de una tienda. En un principio no le llamó especialmente la atención, y hubiera pasado de largo de no haber sido capturada su mirada por el letrero que especificaba, bajo el nombre de la tienda, que la misma familia llevaba ocho generaciones regentándola. Fue entonces cuando la curiosidad hizo presa en su ánimo, y Jose detuvo sus pasos para curiosear sólo un poco en el escaparate. Había una variopinta colección de diversos objetos de todas las naturalezas, tamaños y utilidades. Lo único que tenían en común todas aquellas cosas eran las pequeñas leyendas que había junto a ellas, explicando brevemente qué eran y cuál su procedencia. Jose paseó su mirada curiosa por el escaparate y así descubrió un pisa papeles de bronce de finales del siglo XVIII de una de las primeras notarías de la ciudad, un espejo de cómoda que había pertenecido a la esposa de un pintor conocido, o un candelabro ricamente ornado que había hecho trayecto entre Europa y América en al menos seis ocasiones, cuando aún no había países invasores allí, y sólo los había invadidos.
Nada de eso capturó tanto su atención como el siguiente objeto que vio, el último objeto que realmente vería en aquel escaparate durante toda su vida. Abajo, en la esquina izquierda, al fondo, había una pluma que la llamaba insistentemente. Jose supo que era cierto, que aquella pluma estaba allí para ella, y que de alguna forma era un objeto mágico, pues de ninguna otra manera hubiera ella podido sentir su llamada. Jose miró la leyenda de la pluma y con ese gesto confirmó sus pensamientos, y también su futuro, aunque Jose no lo sabía en aquel momento. Aquella pluma perteneció nada menos que a Gustavo Adolfo Bécquer, y según la tradición, de ella salió la tinta de la versión original de sus Leyendas. Aquella pluma estaba poseída por el espíritu eterno del duende de la ciudad, y no había pertenecido únicamente a una sola persona. Su último propietario había sido nada menos que María Leandro Blanco, y de esa pluma salió también la tinta que conformó las versiones originales de su mejor obra, Historia en Rojo y Azul, y de su última creación, Rapsodia de Otoño.
Desde aquel mismo momento, Jose supo que aquella pluma le pertenecía a ella, y que sólo ella sería la siguiente propietaria, la siguiente contadora de historias que dejara trabajar sus dedos guiados por el espíritu que habitaba en la pluma. Desde aquel mismo momento, Jose supo que ella sería el siguiente eslabón de papel que continuaría la larga cadena de contadores de historias que confeccionaba el espíritu de la pluma, como si de una alegoría de la larga cadena de la vida de tratara...

2 comentarios:

  1. Simplemente:FANTASTICO!!!
    "que difícil ponerme freno,
    que dificil al leerte,
    que difícil es no pensar que caer siquiera en tentación es humano....,
    que difícil no sucumbir a la erótica que desprende tu argumento intelectual:
    "es una mala droga para mi" esta estimulación......
    que bien que ahora mismo no estás aquí.
    Eres una mala influencia .....
    o quizás soy yo la que pone en ti mi debilidad a la hora de la tentación.
    Solo tengo esta burbuja para mi....las vueltas que da la vida,
    ahora soy yo...en fin,
    Simplente fantástico Maquiavelo

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  2. ¿Qué podría hacer yo tras estas palabras, sino callarme?

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