lunes, 29 de diciembre de 2008

EL PAIS DE LOS DIOSES

Alguien había dicho tiempo atrás que los dioses existían, y que vivían en las tierras del norte, donde el sol calentaba con menos fuerza y los soldados ayudaban a las personas, en lugar de matar a los hombres y violar a las niñas. Los hijos de los dioses eran blancos como la leche, podían tener el pelo y los ojos de distintos colores y suave como nada que conocieran en la aldea. Todos eran iguales entre ellos, no conocían la guerra ni el hambre, y trataban a todo el mundo de la misma manera. En la tierra de los hijos de los dioses, la comida era abundante, el frío y el calor no eran enemigos de nadie, y el agua estaba al alcance de la mano, sin tener que andar ocho quilómetros para traerla a la vivienda. Si algún hijo de la aldea llegara allá, podría recolectar un pequeño trozo del paraíso de los dioses en la tierra y llevarlo a la vuelta. Con sólo ese pequeño trozo de paraíso, la aldea podría salir de la miseria, los niños dejarían de morir de hambre antes de cumplir los cinco años, y las niñas dejarían de ser violadas antes de los diez.
Los más ancianos de la aldea decidieron que era un riesgo que merecería la pena correr. El camino era largo, había que cruzar la zona de animales salvajes, el territorio de los soldados rebeldes, llegar a la capital y esquivar a los soldados del dueño, y cruzar la frontera para llegar al país vecino. Una vez allí habría que repetir la misma operación más o menos, pero esta vez en un lugar distinto, con una lengua distinta, en un terreno desconocido, y habitado por tres etnias distintas que odiaban a los hijos de la aldea desde tiempos ancestrales. A partir de ahí habría que conseguir cruzar una nueva frontera para llegar al país del mar, donde habría que contactar con el vendedor de sueños, quien tenía pasajes para el paraíso a precios inimaginables para ningún habitante de la aldea. Una vez alcanzada la costa y el barco del paraíso, sólo había que montarse en él y dejarse llevar suavemente hasta la tierra de los hijos de los dioses. A llegar a ella, en sólo unos pocos días la fortuna de toda la aldea podría cambiar para siempre, y ofrecerles un futuro mucho mejor a todos sus habitantes. Era una travesía larga, difícil y peligrosa, que al menos necesitaría de tres meses de viaje para llegar a la orilla del mar, pero aún así, era un riesgo que merecería la pena correr.
Mweru tuvo que competir con los otros nueve candidatos. No quería haberlo hecho, pero no pudo negarse. La aldea entera se había deslomado trabajando de sol a sol durante dos años, tratando conseguir los recursos necesarios para que su enviado a la tierra de los dioses del norte consiguiera el dinero necesario para llegar al barco del paraíso y embarcarse en él rumbo al futuro. Mweru tenía miedo a todo, miedo a lo desconocido, miedo a los soldados rebeldes, a los del dueño, a las fieras, a las etnias enemigas del país vecino... Tenía miedo al barco del paraíso y al mar. ¿Cómo no tenerlo? ¡Nunca nadie de la aldea había visto el mar! Pero no pudo negarse, naturalmente. Tenía dieciséis años, era un adulto desde hacía ya algún tiempo, y para su familia fue un orgullo que hubiera podido competir por el honor de salvar a la aldea. Al final de todas las pruebas, resultó elegido. Era el mejor entre los mejores de la aldea, el que había superado todas las pruebas, el más fuerte, el más listo, el más hábil. En sus jóvenes hombros recaía toda la responsabilidad de salvar a la aldea, a los niños, a las mujeres, incluso a los hombres que se quedaban atrás, rezando porque él llegara a su destino para volver con la salvación.
Tenía miedo a partir, claro que sí. Ni había pedido aquella carga, ni deseaba llevarla, ni creía que pudiera sobrevivir a la dura prueba que se abría ante su futuro inmediato, pero ¿cómo podría haberse negado a ello? El día que Mweru dejó atrás su aldea, no sospechaba que el camino más duro comenzaba justo al llegar al mar. Atrás dejó también a su familia, a sus amigos, a la mujer a la que amaba desde la niñez, y a la que soñaba desposar desde la infancia. Dejó atrás su casa, su tierra, sus costumbres, sus antepasados, los contornos del que hasta ese momento había sido su mundo, y no sabía si alguna vez podría volver a verlos. El día que Mweru dejó atrás su aldea, no sospechaba que sólo había dos destinos posibles para los pasajeros del barco del paraíso: uno, el país de los hijos de los dioses; otro... El otro era un lugar bajo las frías aguas de ese mar desconocido, ese que nadie de la aldea había contemplado nunca.
De niño había sospechado que por mucho que corriera en la misma dirección del sol, nunca conseguiría correr ni tan rápido ni durante tanto tiempo como para llegar a alcanzarlo antes de que se enterrara tras la línea del horizonte. Ahora podría dar fe de ello cuando volviera a la aldea, porque lo había comprobado por propia experiencia.
Una corriente de aire frío le subía por la espalda cada vez que pensaba en la aldea, trepando por su columna como si de un reptil sinuoso se tratara. Intentaba que no llegara más arriba de la cintura en cuanto la sentía llegar, pero nunca lo conseguía y acababa por perder la batalla mientras la ráfaga de aire frío terminaba por instalarse en su nuca, y no se iba de allí por más que él encogiera los hombros sobre el cuello y apretara por dentro sus oídos. Esa corriente de aire frío que amenazaba con susurrarle al oído que la aldea no era sino un recuerdo, y que difícilmente volvería a pisarla ni aún llegando a alcanzar su destino en el país de los dioses.
Había comenzado a tener la certeza de que muchas de las historias y tradiciones solemnes de su tribu no eran verdaderas, y empezaba a tener miedo de cuántas más verdades inamovibles derribaría la distancia en su largo viaje al norte. Veinticuatro días fuera, sólo veinticuatro, y Mweru había envejecido casi veinticuatro años en ellos. Hasta el día antes de abandonar su hogar, la muerte se había convertido en una enemiga ancestral venida a más, hasta el punto de haber llegado a ser casi de la familia. Los ancianos cada vez lo eran antes, y cada vez lo eran durante menos tiempo. Los niños raras veces llegaban a dejar de serlo, y extraña era la estación en la que varios miembros de la aldea dejaban el mundo de los vivos para adentrarse en el de los espíritus. El hambre y la pobreza habían logrado que la muerte dejara de ser algo horrible para que pasara a convertirse en algo cotidiano. Mweru pensaba que lo verdaderamente horrible era que ellos hubieran llegado a acostumbrarse tanto a la presencia de la muerte, al hambre, a la miseria, que realmente hubieran terminado por reconocer a la muerte como a una compañera de viaje.
Veinticuatro días como veinticuatro años. Mweru no tardó ni siquiera veinticuatro horas en encontrarse a la muerte en su camino. Aún conservaba vivas en sus sentidos las experiencias de sus últimos momentos en la aldea, el sabor agridulce que los agasajos dejaron en su cabeza al fundirse con las despedidas, cuando topó con el primer cadáver de su camino hacia la salvación de su gente. No era la primera vez que veía una persona muerta, pero sí era la primera vez que veía una cuya muerte la había causado otra. Era joven, más incluso que él mismo. Nunca había tenido que enfrentarse a una situación como aquella. Lo normal, lo natural en el orden de las cosas, era que los mayores protegieran a los jóvenes, y que los jóvenes se ayudaran entre ellos. Todos buscando la supervivencia del grupo y el bienestar de la propia especie. No llegaba a entender la razón que pudiera llevar a una persona a dar muerte a otra.
Veinticuatro días como veinticuatro años después, Mweru había visto a bastantes más de veinticuatro cuerpos sin vida, mientras buscaba el sonido del mar. Había dejado de preguntarse por las historias de aquellos cuerpos mientras aún tuvieron almas que los animaron, y bastante tuvo con tratar de que el suyo no fuera el siguiente cuerpo que otro joven como él encontrara en su caminar. No podía permitirse el lujo de convertirse en alguno de aquellos muñecos rotos, desamparados, inertes, que aparecían en el momento menos adecuado, en los lugares más inesperados, y en las posturas más inverosímiles. No podía permitirse ese lujo, porque su vida ya no le pertenecía. Su vida había dejado de pertenecerle en el momento en el que se convirtió en la única esperanza de toda su aldea. Desde aquel instante, Mweru no se debía a sí mismo, sino un poco a cada una de las personas con las que había compartido su vida hasta entonces. A veces oía disparos. A veces oía gritos. Otras veces oía carcajadas, pero no siempre las carcajadas significan lo mismo que las risas. En esos momentos, Mweru cerraba los ojos y rezaba para alcanzar pronto la orilla, pues al menos allí, una vez en la barca del paraíso, no encontraría a la muerte tan cercana como la encontraba entre el polvo de su camino.
Tras el horizonte vino otro horizonte, y tras ese horizonte llegó otro más. Y luego otro, y así hasta que Mweru perdió la cuenta, seguro de que por más días que pasaran y por más días que caminara hacia el oeste, nunca llegaría a acercarse más al sol de lo que ya lo había hecho.
Durante su largo caminar había descubierto que existían enormes ciudades, mucho más grandes no sólo que la aldea, sino que el pueblo principal de la comarca. Incluso pasó cerca de una ciudad que tendría más de mil habitantes, con total seguridad. Sabía que el mundo era grande, mucho más de lo que nunca habían hablado en las fogatas nocturnas mientras relataban las viejas historias de su gente. No se atrevía ni a pensar siquiera en el país de los dioses… ¿Cómo poder pensar en algo que sin duda era mucho más inmenso que su propia imaginación?
Cada paso lo acercaba más al mar, y cada día también conseguía adaptarse más y mejor a sus nuevas ropas, que ya no lo eran tanto. No entendía por qué había de vestirse de aquella incómoda forma. Mweru conocía aquellos ropajes, claro. Los había visto muchas veces, en gentes de otras etnias. Incluso una vez vio a un hijo de los dioses que, naturalmente, vestía así; pero lo vio desde demasiado lejos, así que casi no podía tenerse en cuenta. Pero eso no cambiaba nada. ¿Acaso cuando algún extranjero venía a la aldea cambiaba sus ropas por las que Mweru y su gente llevaban a diario? ¿Por qué él tenía que hacerlo? No entendió muy bien la explicación que le dieron los ancianos, pero acató sus indicaciones sin discutirlas. Nadie discutía las decisiones de los ancianos, porque a nadie le gustaría que discutieran las suyas, si es que conseguían llegar a ancianos. Pero no muchos lo conseguían, por supuesto. No era tan fácil pasar de doscientas estaciones, por lo que no había nunca demasiados ancianos en la aldea.
Cada noche, Mweru guardaba el dinero que llevaba entre su pantalón y su piel, cerca de su zona más íntima. No podía perderlo por nada del mundo. Su vida valía menos que aquel dinero, porque su vida era sólo una, y aquel dinero era todas las vidas presentes y futuras de la aldea. Durante el día, mientras caminaba, lo llevaba dentro de uno de aquellos ridículos zapatos amarillos, negros y azules, de suela de goma blanca, que tan incómodos e inservibles le parecieron al principio. Sólo unas pequeñas monedas para su escueta comida diaria, nada más. El resto, siempre a buen recaudo. Hasta llegar a la orilla. Hasta llegar ante el vendedor de sueños.
La noche anterior a su llegada al mar, Mweru casi no pudo dormir. Pasó frío, tuvo problemas con su cuerpo, y para colmo, una pesadilla enturbió el escaso tiempo que pudo entregarse al descanso. No podía montarse en la barca del país de los dioses, porque durante la noche, un niño-soldado muerto le había quitado las zapatillas de suelas blancas para llevárselas al más allá. El vendedor de sueños no quiso montarlo en su barca, y sólo aceptó a hacerlo a cambio de una de sus manos, por lo que tuvo que dejársela; a fin de cuentas, con la otra podría seguir trabajando en el país de los dioses, aunque tardara el doble de tiempo en conseguir el dinero para su aldea. Finalmente, ya en la barca con gruesas ruedas para correr más sobre el agua, llegó la catástrofe absoluta. Un enorme león con dos aletas y una cola de pez surgió del mar y devoró la barca y sus ocupantes. Lo último que pudo pensar antes de que las fauces del león marino desgarraran su carne es que finalmente no podría cumplir con la enorme responsabilidad que su gente había puesto sobre sus hombros…

Tres días y cuatro noches hubo de esperar para ver al vendedor de sueños una vez llegó a la ciudad del mar. Cuatro noches que durmió fuera de ella, porque no se sentía seguro entre sus calles ni entre tanta gente. Allí había al menos la misma gente que en diez aldeas como la suya, puede que mucha más, y Mweru nunca había visto tanta aglomeración de personas. Era normal que tardara tanto en ver al vendedor de sueños, porque si todas aquellas personas querían verlo también, no habría tiempo suficiente para todos en un solo día, ni tampoco en dos.
Durante el día aguardaba su turno en el montón de personas sentadas y dispersas en las cercanías de la tienda de sueños. Nada más llegar, Mweru buscaba al joven que iba justo delante de él, y una vez lo localizaba, no lo perdía de vista hasta que por la noche un ayudante del vendedor de sueños los desalojaba de allí. Durante la noche, antes de dormir, caminaba hasta la orilla y se sobrecogía ante la inmensidad del mar. Olía de forma embriagadora, aún entre el olor a podredumbre y suciedad del vertedero cercano. Y el sonido… Aquel sonido del agua al llegar hasta sus pies y empapar su ridículo calzado de colores le llegaba al fondo del alma, tocándola, apaciguándola, adormeciéndola… Nada podría pasar en el mar, pues aquel sonido del agua cantando y meciéndose no podía encerrar ningún peligro.
Luego de saciarse de la magia del mar, Mweru buscaba un lugar donde pasar la noche, aún en poder del trance marino. Había dejado su dinero enterrado en las afueras antes de entrar en la ciudad, y por la noche nunca dormía cerca de él. Tenía miedo a que alguien lo matara para robárselo, pero más miedo tenía aún a que se lo robaran sin matarlo. Día tras día caminaba hasta la tienda de sueños, y allí aguardaba su turno en el riguroso orden de llegada que ellos mismos se encargaban de mantener. Al final del tercer día sólo quedaban dos jóvenes delante de él; uno el joven de su misma edad que le precedía, y antes que ése, una mujer más joven aún cuya barriga hablaba de un futuro nacimiento. Al caminar hacia las afueras buscando dónde pasar la última noche, Mweru pensaba en lo difícil que tendría que ser la vida de aquella mujer como para abandonarlo todo y marchar al país de los dioses con el hijo aún en su interior, privando a éste de nacer en la tierra de sus antepasados.
El vendedor de sueños era un hijo de los dioses, sin duda alguna. Mweru nunca había visto una piel tan blanca ni un cabello de aquel color tan claro, y el recuerdo de aquella vez que vio un hombre blanco desde lejos no era nada comparado con la sensación de ver a otro sentado frente a él. Si en verdad existían los hijos de los dioses, en verdad también habría de existir su país maravilloso en el norte, tras el mar. No fue amable con él, pero no pensó que lo tratara mal con aquella forma de actuar; lo que pensó fue que ante tanta gente como debía atender cada día, lo normal es que no se detuviera demasiado tiempo a escuchar la historia de cada uno.
Mweru quiso saber cuánto costaba embarcarse hacia el país de los dioses, y el hombre, entre carcajada y carcajada, le respondió que costaba todo lo que tuviera. Mweru ofreció la mitad de lo que llevaba, pensando en guardar la otra mitad para cuando llegara a su destino, pero el hombre lo despidió de allí, pues no era suficiente dinero para comprar su pasaje en el barco del paraíso. Mweru no tuvo más dudas ni más remedio, de modo que por fin ofreció el resto y entonces sí consiguió su pasaje. Aún tuvo que esperar ese día completo, pues el barco del paraíso salía cada noche con destino al país de los dioses, y no podía subirse a él hasta la hora adecuada.
¿Cómo contar las horas de nerviosismo de la espera? ¿Cómo contar las ansias y las expectativas de su cabeza y de su corazón ante el éxito de su misión? ¿Cómo no sentirse contento y aliviado al considerar que la parte más difícil de su cometido ya estaba superada al lograr embarcarse? Nada más lejos de la realidad.
Mweru nunca podría olvidar las horas en aquel barco del paraíso transformado en barca del infierno. Nunca podría relatar la tragedia personal y colectiva de cuantos iniciaron el viaje. Nunca dejaría de tener sed en toda su vida, por mucha agua que tuviera a su disposición. Nunca conseguiría sacarse el frío de los huesos, ese frío que atravesó su ropa, y su piel, y su carne, para metérsele en el alma y aferrarse a ella para siempre. Nunca llegaría a saciar su hambre tras tantas horas, tantos días sin llevarse nada a la boca, agrietada por el viento, el frío, el sol y la sal. Nunca olvidaría las peleas a bordo, intentando dirimir qué se hacía con los cuerpos de los que morían en la barca del infierno. Nunca podría dejar de ver en sueños los ojos abiertos de la joven embarazada, inmóvil en el momento de ser arrojada al mar junto al niño muerto antes de nacer.
¿Cómo hablar de las horas del día, del sol, de la sed, de los ojos doloridos y deslumbrados, de la lenta agonía de la desesperanza? ¿Cómo relatar a nadie las largas horas de la noche, el viento, el frío y el agua helada salpicando y erizando cada poro de su piel? ¿Cómo contar el miedo, la certeza de la muerte, y la angustia de saber que nadie en la aldea conocería su destino, y pasarían los años esperando un regreso que no se produciría? ¿Cómo decirle a quien fuera el dolor de saber que en su aldea pensarían que los habría traicionado, quedándose para siempre en el país de los dioses, disfrutando de sus bonanzas, y olvidando las penurias de la aldea? ¿Cómo iba a saber nadie de la vergüenza de sus padres? ¿Qué pasaría con su alma, si los ancianos estimaban que no merecía pasar al otro lado?
De repente, una noche, un ojo amarillo se abrió con un rugido en la oscuridad del mar. Unos hombres, hijos de los dioses, hablaban en una lengua desconocida a los supervivientes de la barca del infierno. ¿Estaría soñando? ¿Abría llegado al fin a su destino, al país de los dioses? ¿O habría muerto y serían los dioses mismos quienes recogían su alma en la otra orilla del mar? Mweru cerró los ojos. Sea lo que fuere lo que le esperaba más allá de aquel ojo amarillo y aquel rugido del barco de los hijos de los dioses, no podría ser nada peor de lo que había vivido a bordo de aquella barca de la muerte.
Un día, Mweru volvería a abrir los ojos, sólo para descubrir que cualquier cosa pasada puede ser empeorada con creces en el futuro. Pero eso ya no le importaba. Estaría en el país de los dioses, su vida no le pertenecía, y tenía mucho por hacer para poder enviar a su aldea un trozo de paraíso. No habría cosa que no hiciera, ni penuria que no soportara, sólo para corresponder con todos los sueños que le aguardaban en su casa. Sí, al fin lo descubrió. El auténtico barco del paraíso no es el que te aleja de tu hogar, sino el que te devuelve a él.

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