lunes, 29 de diciembre de 2008

ANOCHECERES

Es la hora del ocaso. El sol se duerme sobre el fondo que el cielo dibuja tras él, puede que ante él, o tal vez junto a él. Hay mil matices alrededor, tantos que no se pueden contar, y tal labor sería una pérdida inconsciente del segundo mágico que la naturaleza pone a nuestro alcance muy de vez en cuando.
Hay azul oscuro, azul Prusia en gran parte del cielo. Se intuye que el negro acecha en el este de la bóveda celestial, pero no puede apreciarse desde mi situación, quince picos por encima del suelo. Cerca del sol, que continúa deslizándose sobre el tapiz poli color camino de sumergirse en su lecho marino de milenios, el prusia se vuelve cobalto, y un poco más cerca aún se torna celeste. Todo está bañado de un suave tono anaranjado, incluso la corona blanquecina que cierne la bola incandescente.
Anochece en el delta del Duero; la musa ha venido a visitarme, a ver la puesta de sol desde mi ventana de la habitación 1515. ¿Cómo si no, podría contemplar desde esta perspectiva sensorial un hecho tan cotidiano como sublime? ¿Cómo intentar capturar el momento, la gota de eternidad, sin el recipiente adecuado para contenerlo? La unión del Puerto y la Tierra, Porto y Gaia; Portugaia, Portugal. Puede que en verdad la musa naciera aquí, junto a una puesta de sol como esta.
El Duero corre camino del Atlántico, y creo ver la fina línea que separa cada gota de agua dulce de cada gota de agua salada. ¿Será esto ser como dios? No, seguro que no. Allá a lo lejos, el sol se ha ocultado. Encontró un hueco entre dos de mis pensamientos, y se filtró por él, camino del fondo, arrastrando tras de sí el manto multicolor. Ya no hay blanco, ni celeste, ni cobalto. Sólo resta un leve prusia que se desvanece poco a poco, vencido por el negro o tal vez el gris ceniza; puede que por el tierra de siena oscuro.
La musa se ha ido del alféizar de mi ventana, aprovechando que me hallaba perdido entre colores. Siempre se va sin despedirse, aunque también llega sin avisar. Ahora sólo quedo yo en la habitación. Yo… y mi vértigo, y mi claustrofobia, y mi ansia de eternidad… y mi incapacidad para alcanzarla. Será otra larga noche en la habitación 1515, a más de sesenta metros del suelo…





Hace siglos que vine a buscar un anochecer. Puede que esté equivocado, y sólo hayan pasado unos minutos, pero si es así, me han parecido enormes. Un adolescente desbocado ha pasado con un ciclomotor a escape libre, compitiendo con la música hortera que escapa de un Seat León negro para herir los oídos con su volumen infernal. Una vez, cuando era niño, en el colegio me dijeron que el sol se ponía por el Cortijo San José, y yo me he venido al corredor verde, veinticinco años después, a comprobar si es cierto. Mucho me temo que me engañaron entonces, porque tiene toda la pinta de no ponerse por donde me dijeron. ¿Por qué los mayores tienen que jugar con la ilusión de los niños y convencerlos de cosas que el tiempo terminará por derribar?
Cerca de mí hay una joven con un perro pequeño con su correa y su bozal. El animal no sabe de urbanidad y deja su regalo en la calle, para que algún viandante despistado, que podría ser yo mismo, se lo lleve pegado a la suela. No muy lejos, un joven inflado de anabolizantes se pavonea ante ella, con otro perro cerca. Es un perro de esos peligrosos, tan hormonado como su dueño. El animal no lleva ni correa, ni bozal, y el perro tampoco los lleva.
Busco el sol en el cielo y sigue allí, parado, empeñado en no moverse. Me digo a mí mismo que alguien me está tomando el pelo, porque si no, no puedo explicar que el sol tarde tanto tiempo en ocultarse. Aquí no hay cielo poli color, no hay quince planteas ofendiendo la desembocadura de ningún río, ningún puerto que se una a la tierra. Pero hay dos regalos en el suelo; el pequeñito que dejó el perrito de la joven, y el inmenso lodazal que ha dejado el animal mayor –no sé cuál de los dos, aunque por ser benevolente, supongo que sería el perro-.
El sol sigue empeñado en perpetuarse. Puede que esté esperando a la musa, pero es un iluso si lo hace. La musa no viene por el mero hecho de que la esperes. Ella es así, libre, autentica, anarquista, pura. Si viene, viene y si no viene, no viene. Puede que el sol esté esperando a la musa, o puede que el anochecer esté jugando a ser musa; si viene, viene y si no viene, no viene.
Miro el reloj. Son las doce de la noche, y el sol aún está en lo alto, y el cielo aún está iluminado. ¿Acaso hoy no se va a hacer de noche? Una vibración capta mi atención. El teléfono móvil me saca de mi ensoñación; son las diez, y el sol por supuesto que se escondió a su hora. No hay lugar para la musa entre escapes libres, altavoces sádicos, ni regalos caninos.

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