lunes, 29 de diciembre de 2008

ESLABONES DE PAPEL

María no era un niño ni melancólico, ni triste. En el colegio, sus compañeros de clase se burlaban de él; se reían de su nombre, hacían chistes a su costa, y se divertían convirtiéndole en el centro de todas sus bromas. Alguno de sus profesores gozaba de manera insana haciendo caso omiso a las chanzas, a veces crueles, que María tenía que soportar. Otros profesores, la señorita Ana y Don Julián, tomaban la actitud completamente contraria y sobreprotegían a María. Siempre estaban pendiente de él, vigilaban para que no sufriera ninguna broma demasiado pesada, e incluso castigaban a los más osados de entre sus compañeros, entre ellos Enrique y Currito.
Cerca de su casa, rondando el centro de la ciudad, la situación no era demasiado distinta. Los niños de los alrededores siempre encontraban alguna puya oportuna, una gracia improvisada, o una rima ocurrente. A veces, el zagal de la tienda de telas y paños que hacía esquina en una de las calles peatonales del vecindario, también se unía a la fiesta y le dedicaba algún comentario ingenioso. En cambio, la señora Carmen, del puesto de churros ambulante, y Jerónimo el del bar, espantaban a los moscardones que revoloteaban alrededor de María, zumbando ironías orales entre sus alas lenguadas.
A María no le importaba demasiado ninguna de aquellas cuestiones. Agradecía el interés de sus aguerridos defensores, y disculpaba la osadía de sus vehementes perseguidores. Tenía muchas cosas siempre revoloteando por su cabeza, enredando en sus pensamientos, y miles de ideas surcaban el azul que María imaginaba como telón de fondo de su imaginación. Nunca prestaba demasiada atención en el colegio, y puede que ese fuera el motivo principal para que sus calificaciones no fueran del todo lo buenas que sus mayores hubieran deseado. No era un niño torpe, o al menos no demasiado, decían sus profesores, en particular Don Servando, su tutor. No es que vaya a ser de mayor ningún Einstein, pero tampoco tiene madera de zoquete. Es una lástima que no esté más atento en las clases. Su tía Marta se enfadaba con él, le reprendía su falta de esfuerzo, y le advertía del negro y deslustrado futuro que le aguardaba de seguir con esa trayectoria. María asentía con la cabeza, muy serio, y de verdad molesto consigo mismo por no dar todo lo que de él se esperaba, pero al mismo tiempo era consciente de que no tardaría en pasar por una situación similar. No por su propia voluntad, por su puesto, sino por su falta de ella. María era consciente de estar dominado por un ángel despistado e imposible, un soplo mágico que lo raptaba inevitablemente hasta cualquier lugar, real o no, distante quilómetros o mundos del lugar en el que debería encontrarse su mente, que no era otro que el mismo lugar en el que debía estar su propio cuerpo.
María vivía con su abuelo. A veces, cuando María lo miraba sin que él se diera cuenta, creía sorprender un leve destello en su mirada, o un gesto en la comisura de sus labios, o un detalle en sus ceja que hacía que María pudiera reconocer en él a su madre. Realmente, su abuelo no se parecía a ella, tampoco María, pero en esos momentos especiales era cuando María sentía más tangible el invisible hilo que los unía a los tres.
No tenía grandes recuerdos de su madre, de su padre tampoco. A menudo, cuando era pequeño, su condición de huérfano había fortalecido un poco su situación frente a sus compañeros de clase o del barrio, pero sólo un poco. Con los adultos duraba más; las señoras tenían un grado de simpatía hacia él que le agradaba. Incluso a veces le parecía que alguna llegaba a sentirse realmente culpable por no poderlo adoptar, culpable por tener una vida de la que María no formaba parte ni podía hacerlo. Con los caballeros no ocurría exactamente igual; ellos no querían adoptarlo ni protegerlo, pero adivinaba una comprensión ruda, viril, de hombre a hombre, que lo confortaba y le hacía sentirse mejor. Claro que todo esto ocurría antes, cuando era pequeño. Ahora era mayor; ahora tenía ocho años, y ésas eran cosas que pertenecían a su pasado y que María ya había superado con éxito hacía tiempo.
Sus padres se fueron tiempo atrás, cuando María tenía algo más de cuatro años. Se marcharon a las afueras a hacer alguna visita o algo similar, no lo recordaba con exactitud. Se fueron y no volvieron. Al principio, sólo le dijeron que se habían ido a hacer un viaje largo, muy muy largo, como en los cuentos; y lejos, muy muy lejos. María los echó mucho de menos al principio, durante mucho mucho tiempo. Dos semanas por lo menos; incluso puede que más. Después de eso, María comenzó a acostumbrarse a su ausencia, y finalmente, se dio cuenta de que no los echaba en falta. Algunas mañanas se despertaba sabiendo que había llorado en sueños la ausencia de sus padres, pero sólo era una sensación. Nunca llegó a recordar ninguno de aquellos sueños, y a lo largo del día, aquella sensación siempre terminaba por desaparecer. Finalmente, también los sueños acabaron muriendo, y María supo que había vencido. Había superado la ausencia, y si lo había logrado, no habría cosa en el mundo que no pudiera lograr. Por eso no era un niño triste ni nostálgico, por mucho que se burlaran de él y de su nombre. Por eso era incluso muy muy feliz, porque estaba vivo y era consciente de ello, y eso era mucho más de lo que otros podrían decir.




Leandro era un joven extraño. No compartía la mayoría de las inquietudes de la gente de su edad. Tampoco tenía los mismo gustos, la misma forma de vestir, las mismas aficiones o los mismos objetivos en la vida. A pesar de eso, Leandro no era para nada un inadaptado. Tenía buenas relaciones con sus compañeros de clase, e incluso un éxito moderado entre sus compañeras, lo que lo convertía en una persona con una cierta proyección en el complicado mundo adolescente en el que se movía. A menudo, Leandro prefería pasar los fines de semana rondando la azotea del edificio donde vivía, si el tiempo lo permitía, telescopio en mano buscando capturar un segundo mágico producido cientos o miles de años atrás. Decía que era como hacerlo vivir de nuevo, una suerte de eternidad casi completa, o al menos, un eslabón en la incierta cadena que la conformaba. Otras veces, Leandro salía cualquier lunes o martes a pasear, a tomar algo, o a contemplar el tranquilo viaje del río en su camino perpetuo buscando el mar. En estas ocasiones, Leandro gustaba de estar solo para poder respirar el silencio a gusto, para oír sus propios pensamientos susurrando bagatelas al aire, para ver el aroma del río mezclarse con la música de las estrellas. Aún así, Leandro nunca despreciaba la compañía de quien quiera que pretendiese acompañarlo. A veces era alguna joven buscando aquello que lo hacía especial; otras veces era algún compañero buscando que le revelara el secreto que le hacía parecer especial a los ojos de ellas.
En ocasiones, Leandro tomaba papel y carbón y dibujaba recuerdos en blanco y negro. No le gustaba dibujar pensamientos en blanco y negro; prefería pintar pensamientos a todo color. Si los pensamientos eran muy intensos los pintaba con óleos y barnices, y si eran menos vívidos usaba témperas e incluso acuarelas. No se sentía fuera del mundo, de su mundo, aunque era consciente de tener una suerte poco habitual, pues no había nunca ninguna nube demasiado oscura en su horizonte.
Leandro era un joven enamoradizo. Siempre estaba enamorado, y una consecuencia lógica de ello era que continuamente se estaba también desenamorando. A veces se enamoraba varias ocasiones en un mismo día, pero a él le daba igual. Tenía corazón para eso y para mucho más. Otra consecuencia de su enamoramiento continuo eran los rechazos y desengaños. También esto le daba igual; para los primeros, siempre quedaba la opción de enamorarse de nuevo, y para los segundos... Para los desengaños, Leandro tenía la opinión de no ser nunca tales, pues en cada brizna de amor quedaba siempre un minúsculo grano de polen que podría hacerlo germinar en cualquier otro momento. Cosas tangibles, cosas abstractas, objetos, ideas, naturaleza, artificio... nada escapaba a la mirada enamorada de Leandro, ni siquiera las personas. No; definitivamente, no era un joven inadaptado, ni siquiera para el complicado mundo post adolescente en el que vivía.




El señor Blanco era un hombre con suerte. Había triunfado en la vida, o al menos a él le gustaba sentirlo y expresarlo así. Había dedicado su vida laboral a aquello que le gustaba, y encima había tenido el lujo de poder vivir de ello. El señor Blanco se sentía bien consigo mismo; se sentía un privilegiado por haber vivido la vida que había vivido. Conoció el éxito antes de cumplir los cuarenta años, y desde aquel mismo momento tuvo muchísimo más dinero, fama y reconocimiento del que jamás había soñado tener. Se sentía cómodo ante las cámaras, el micrófono o los oyentes, y no sólo no sentía miedo escénico, sino que un curioso cosquilleo se apoderaba de sus entrañas ante el completo placer que para él significaba enfrentarse a un público ansioso por escuchar sus palabras, debatirlas e incluso cuestionarlas.
El señor Blanco era un hombre coqueto. Siempre lo había sido, y dedicaba una parte de su tiempo a sentirse bien en el cuerpo que ocupaba. Tomaba sol artificial para mantenerse bronceado, cuidaba su piel para que se mantuviera lo mejor posible en cada etapa de su vida, vestía con el toque justo de informalidad que le daba esa personalidad suya tan característica, y cambiaba su corte de pelo y la longitud de su cabello con la frecuencia adecuada para que no lo arrastrara la corriente.
No tenía muchos amigos, en parte porque la vida le había enseñado que muy pocas personas merecen ese calificativo, y en parte porque la vida misma se había en cargado de devolverlos a todos al polvo del que procedían. Aún así, el señor Blanco era amigo de sus amigos, de los pocos que tenía, y gozaba de su compañía y de sus ausencias. Lo que sí tenía el señor Blanco era multitud de conocidos. Los tenía de todas las edades, de todas las razas, de diferentes nacionalidades... El señor Blanco gustaba de sentirse rodeado de mucha gente, y a menudo organizaba tertulias en el soleado salón de su residencia de fin de semana. Conservaba el viejo inmueble familiar de la ciudad, convenientemente restaurado y acondicionado, faltaría más. Pero gustaba de escuchar el sonido del agua al caer en cascada sobre ella misma, acompañada por un coro de pájaros de diferente cantar. El señor Blanco se había comprado un terreno a un par de docenas de quilómetros de la capital, en una zona residencial, y allí se había hecho construir una pequeña villa acorde con sus gustos, donde no faltaban ni el sol, ni el agua, ni los pájaros, ni los árboles que los cobijaban. Tenía un amplio salón circular de paredes y techos de cristal que podían cubrirse en caso necesario, completamente aislado de la residencia propiamente dicha. El patrimonio del señor Blanco daba para eso y para mucho más. Ese era uno de los motivos por los que se consideraba a sí mismo un hombre de éxito, y muy muy afortunado de serlo.
El señor Blanco estaba a punto de cumplir ochenta años, y ése era otro de los motivos por los que estaba seguro de ser muy muy afortunado. No todo el mundo alcanzaba su edad, y menos aún en las óptimas condiciones físicas y mentales en las que él lo había hecho.



María salía a pasear con su abuelo por lo menos tres tardes a la semana. Las calles del barrio eran estrechas; tan estrechas que daban la sensación de ser mucho más altas de lo que en verdad eran. Había muchos lugares sombreados en el barrio, y María tenía la absoluta certeza que en algunos lugares, la luz del sol no llegaba desde siglos atrás. Aquella era una ciudad milenaria, lo sabía muy bien. Su abuelo le contaba algunas cosas sobre ella de vez en cuando; leyendas sobre reyes enamoradizos, sobre monjas y caballeros, sobre pícaros y marineros... Su abuelo no era tan viejo como la ciudad, pero sí lo suficientemente viejo como para hacer aprendido aquellas historias. María las escuchaba caminando en la grata sombra de siglos de las calles del barrio. Su abuelo solía decirle que todas aquellas historias que tanto le entusiasmaban estaban en los libros, por eso tenía que leer muchos, para encontrar las que más le gustaran. María preguntaba el por qué; por qué las historias estaban en los libros, y la respuesta era la más simple y lógica del mundo. Los libros eran los cofres de las historias; las cajas fuertes de las leyendas, igual que los bancos lo eran del dinero. Los contadores de historias las guardaban en los libros para que no se perdieran con el paso del tiempo. Su abuelo le decía que quien tenía más historias era más rico que quien tenía más dinero.
Una vez, paseando como era su costumbre, entre las sombras y el frescor excesivo que la primavera dejaba en las calles altas y estrechas, sus pasos les llevaron ante una tienda con un escaparate muy extraño, pero fascinante. María aún guardaba en su paladar el sabor dulzón y algo salado del chocolate con calentitos que se acababa de merendar en la cafetería de la esquina de la plaza. María aún no lo sabía, pero ese sabor a chocolate y calentitos siempre lo acompañaría como telón de fondo en los momentos que le resultarían más felices en sus años por venir. El escaparate era una mezcla de historias distintas, de épocas diferentes, de aventuras y secretos. Había una espada de empuñadura dorada y funda azul, María sabía que el nombre de la funda era vaina, pero no le gustaba cómo sonaba. También había una bola del mundo marrón y negra, con varias figuras de porcelana distribuidas entre todos esos objetos y otros más que le llamaron menos la atención. María miró con ojos fascinados todo aquello, pero fue al fijarse en la esquina inferior izquierda, cuando supo por qué su abuelo lo había llevado allí. Al fondo, abajo, en el rincón, casi oculta a la vista por el resto de objetos, había una pluma de escribir. No era la pluma más bonita, pero sí era una pluma magnífica; María lo supo en cuanto la vio. Miró a su abuelo con ojos abiertos como platos, y él supo leer en ellos la muda pregunta. Efectivamente, dijo, es una pluma mágica. Un contador de historias la utilizó para escribir la más bella colección de leyendas que pueda imaginarse, y desde que él murió, nadie ha vuelto a usarla.
Y fue en aquel preciso instante cuando María decidió que quería contar historias, y que un día tendría aquella pluma, para que ella lo ayudara a él del mismo modo que había ayudado a su anterior poseedor.




Leandro quería ser contador de historias. No había hablado de ello con nadie, pero estaba bastante convencido de saberlo con seguridad. Le gustaba pintar, ver el cielo, oír o descubrir acordes en su cabeza y en sus dedos. Pero en el fondo sabía que aquello sólo eran manifestaciones parciales, capítulos sueltos de la gran historia que debía de ser el dedicarse a contar historias. A veces un pensamiento se colaba entre las gotas de color o el polvo de carbón, y Leandro sabía que no era sino un matiz de la historia que se escondía tras la imagen del lienzo o del papel. Otras veces en cambio, podía escuchar el sonido que producían en su cerebro dos ideas al encajonarse a la perfección, mientras sus dedos robaban música al instrumento. También entonces, Leandro sabía que aquellas notas eran la banda sonora de la historia que se estaba configurando en su cabeza mientas sus manos la entonaban. Por supuesto que en otras ocasiones, mientras buscaba brillos y oscuridades a través del telescopio, una imagen se introducía dentro del tubo, entre las dos lentes, y Leandro tenía la certeza de que aquella imagen era el eje central de la historia universal que veía en el firmamento.
Cerca del edificio donde vivía había una tienda de antigüedades. Leandro había visto una vez una pluma en su escaparate, y desde entonces se había enamorado de ella. Muchos días, al volver a casa por la tarde, se pasaba por el escaparate para ver si seguía allí. No era extraño que Leandro cruzara los dedos, porque le asaltaba el presentimiento que alguien había comprado la pluma. Entonces se acercaba corriendo hasta la tienda y se quedaban al lado del escaparate, la espalda apoyada en la pared, recobrando el aliento, aún sin atreverse a mirar a través del cristal. Sentía su corazón trotar en las sienes, y un gusto extraño en su boca. Cerraba fuertemente los ojos y apretaba los puños; era como tomar un jarabe cuando era pequeño, no sabía cómo iba a estar su sabor, si le iba a gustar o no. Entonces, de repente, se plantaba ante el escaparate y abría los ojos para descubrir que la pluma estaba allí, que el jarabe no estaba amargo sino que le gustaba su sabor. Luego volvía a su casa más tranquilo y esa noche dormía mejor y soñaba nuevas historias que un día escribiría con aquella pluma.
La primera vez que Leandro entró en la tienda con intención de interesarse por la pluma se arrepintió en el acto de haberlo hecho. Cuando el propietario le preguntó sobre sus intereses apenas pudo balbucear una respuesta incoherente antes de salir a la calle buscando aire con desesperación. Luego pasó varios días ensayando en su casa, pensando en la frase correcta, imaginando la respuesta del hombre mayor. No podía permitir que éste pensara que era una cuestión de dinero, era mucho más que eso; era una cuestión de inspiración. Si llegaba a poseer aquella pluma mágica, la musa se enamoraría de él y vendría a verle con frecuencia. Incluso tal vez se quedara a vivir a su lado, en aquel viejo barrio del que ella tanto gustaba.
Naturalmente, aquella ocasión en la que Leandro entró al fin en la tienda de antigüedades y se interesó por el valor de la pluma, todo salió mal. Y Leandro se prometió a sí mismo que un día saldría de aquella tienda con su pluma en la mano.




El señor Blanco se estaba preparando para asistir a una gala en su honor. Estaba a punto de recibir el mayor galardón del país en reconocimiento a su trayectoria, y desde hacía semanas debía atender a los medios que contactaban con él para hacerle algunas preguntas sobre su vida y su obra. Tal vez a cualquier persona de su edad aquella actividad le habría agotado en exceso, pero no así al señor Blanco. A él no sólo le gustaba, también suponía un aporte extra de vitalidad que le hacía sentirse como un jovenzuelo de sesenta años.
Estaba pensando en lo rápido que pasa todo, y en lo simples que son las cosas difíciles y lo complicadas que se vuelven las cosas sencillas. Y de repente, un día te levantas con ochenta años, el mundo está cerca de acabar, al menos para ti, y descubres que todo ha sido una broma sin trascendencia alguna. Al menos, en eso el señor Blanco estaba contento. Su vida no había sido trascendental en absoluto, y se hallaba plenamente convencido de haberle sacado el máximo partido que había podido o que había sabido sacarle.
Había empezado su carrera bastante tarde, cuando la mayor parte de sus colegas ya estaban consagrados plenamente, o al menos, ya habían comenzado su andadura con años de antelación. Al principio fue algo duro, pero no duró mucho; muy pronto, alguien vio futuro en el señor Blanco y apostó por su trabajo. En pocos años aquella apuesta dio sus frutos, y el talento que hasta aquel momento había estado encorsetado encontró anchas avenidas por las que transitar. El señor Blanco supo desde muy joven cuál sería la historia más íntima que quería contar. Porque el señor Blanco contaba historias, y esa profesión había sido para él su vida misma desde que cincuenta años atrás decidiera por fin escribir su primera frase en su vieja Lettera, con tinta negra casi descolorida por la falta de uso. Había contado aventuras, romances, odios, miedos, ambiciones, triunfos, fracasos... Había escrito en pasado, en presente y en futuro, en este mundo y en otros mundos. Había escrito a lápiz, a bolígrafo, a rotulador, a máquina... Pero lo que más le había gustado, lo que más le gustaba aún, era escribir sobre la vida y hacerlo con pluma.
El señor Blanco tenía muchas plumas. Plumas de todos los colores, de todas las formas, de todas las marcas y tipos. Plumas caras de fino diseño, plumas desconocidas de contornos y colores atrevidos, plumas clásicas y plumas vanguardistas... Escribía todos sus originales sobre papel en el mayor porcentaje de las ocasiones, usando cualquiera de sus plumas. A veces podía corregir o añadir algo a bolígrafo, lápiz o rotulador, y al final acababa escribiendo el texto definitivo en el teclado. Sólo una pluma se diferenciaba del resto. Sólo una pluma era su favorita, su talismán, el auténtico secreto de su creatividad. El señor Blanco guardaba su pluma favorita con cariño, la mimaba y la quería, pues no en vano, de aquella pluma habían brotado las mejores páginas que el señor Blanco había escrito en toda su vida.




María había encontrado un rumbo para su vida, un camino que recorrer para llegar a una meta que en verdad deseaba desde que descubriera su pluma; más aún, lo deseaba desde que sabía que los libros eran los cofres de las historias. Nunca le habían preocupado en exceso que los niños se burlaran de su nombre, y desde que encontró su camino le preocupaba menos aún. Nunca había echado demasiado de menos a sus padres desde que superó su ausencia, y desde que vio la pluma los añoró mucho menos aún.
Su abuelo murió con el paso de los años, las arrugas fueron apareciendo en el rostro del anticuario, que María veía desde el cristal del escaparate, y su relación con su tía se iba estrechando cada vez más a medida que se iban amoldando el uno al otro. María soñaba con su pluma, soñaba con el día en el que tuviera la edad suficiente como para cruzar el umbral de la puerta de la tienda de antigüedades y decirle a su dueño que venía a por ella, a por su pluma. Su pluma. No habría historia que no pudiera contar una vez que la poseyera. Sabía que era una pluma mágica desde la primera vez que la vio. Su abuelo se lo confirmó casi en el mismo momento, y poco después, en uno de aquellos paseos de su mano, entró por primera vez en la tienda y eliminó cualquier posible duda que pudiera quedarle al respecto. ¡El propio anticuario le aseguró que en efecto, era una pluma mágica! María no recordaba si fue el anticuario en realidad, o fue su propio abuelo quien lo dijo y el anticuario sólo hizo el darle la razón a éste. Pero desde aquella visita primera, María supo que aquella pluma había pertenecido a alguien llamado Bécquer, y que fue con ella con la que escribió su libro de leyendas. Fue la propia pluma quien las escribió; Bécquer sólo puso la mano. María sabía que con toda seguridad, aquella pluma mágica estaba poseída por el espíritu eterno del duende de aquella ciudad. Era ella la que conocía las historias, era ella la que las susurraba al oído del contador de historias, era ella la que se había fundido con aquel espíritu eternamente inspirado del duende, y de la misma forma se había fundido luego con el espíritu de aquel Bécquer. María sabía que del mismo modo, la pluma se fundiría con su propio espíritu una vez que él la tuviera entre sus dedos. Ya podía oír el susurro de esas historias, podía intuirlas, pero de momento sólo era un murmullo indefinible, insuficiente para escribir historias que guardar en ningún libro. María estaba seguro; sería contador de historias algún día. Conseguiría aquella pluma y con ella podría escribir historias tan bellas como las más bellas contadas antes incluso de que él mismo naciera; incluso antes de que naciera su propio abuelo. Seguro que aquella pluma perteneció a alguien antes que a Bécquer, y a alguien más antes que a él, y así podría ir retrocediendo atrás en el tiempo. Él era el siguiente eslabón; tendría aquella pluma, y cuando acabara su propio recorrido, volvería a ponerla en aquel escaparate hasta que llegara su próximo dueño...




Leandro había pasado por la adolescencia casi sin darse cuenta. Había vivido toda su vida en el mismo piso, en el mismo edificio, en la misma calle del mismo barrio de la misma ciudad. Había visto a algunos jóvenes de su niñez convertirse en respetables padres de familia; a numerosos padres de familia los había visto envejecer, unos marchitándose y otros transformándose en algo diferente; a muchos ancianos había dejado de verlos porque la muerte se los llevó tras el inefable paso del tiempo y la vida. Montada en uno de sus vagones, su infancia había quedado atrás hacía milenios, y ahora, su adolescencia hacía lo propio instalada en el vagón siguiente.
Leandro había experimentado todas las pasiones y todos los cambios propios de la adolescencia. Había disfrutado y había sufrido con ellos; había reído y había llorado; había conocido amistad y desengaño, amor y rencor. A todos los había conocido, y a todos los había aceptado como perpetuos compañeros de viaje. Pero por encima de todos los cambios y de todas las pasiones, había mantenido una pasión en un plano superior al resto como un pilar inamovible en su vida. Leandro quería contar historias, y esa era la auténtica pasión de su vida.
Ahora sabía cómo contar historias, cómo atrapar la secuencia correcta de letras en el papel, pero aún no se había lanzado a la aventura de plasmarlas en el mundo físico, más allá de la realidad del carboncillo, óleo, témpera, acuarela, astros y acordes en la que vivía. Por encima de todo estaba aquella pluma; seguía estando aquella pluma. Leandro no quería comenzar su aventura como contador de historias hasta que la pluma se apoderara de sus dedos. El anticuario también había envejecido; se había transformado en un anciano apacible y educado, y su hijo llevaba las riendas del negocio. Era un hombre joven, no demasiado mayor que él mismo. Puede que inspirado por el viejo anticuario, puede que por iniciativa propia, una de las primeras modificaciones que introdujo su hijo fue la de historiar los objetos de la tienda. Tras años de observar la pluma en su lugar del escaparate, Leandro comenzó un día a ver una pequeña leyenda junto a ella, donde se explicaba que con toda probabilidad, de aquella pluma salió la tinta que inmortalizó la versión original de las Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer. Puede que el nuevo anticuario pretendiera así dar más valor a la pluma, puede que sólo intentara darle salida tras tanto tiempo anquilosada en el escaparate. Daba igual, porque aquella pluma no podría llevársela nadie que no fuera él mismo.
Aquel día, Leandro se acercó a la tienda con el corazón galopando en sus sienes. Al fin había conseguido reunir el dinero necesario para adquirirla, aquella cantidad prohibitiva que el anticuario padre le soltó tiempo atrás como ofensa a su exiguo poder adquisitivo. El último día de su vida previa, Leandro no llegó a la tienda por el lado del escaparte, sino por el de la puerta. Igualmente, se apoyó en la pared antes de entrar, como otras infinitas veces lo había hecho antes de asomarse al escaparate. Aquella vez era al fin la definitiva. Tomando aire, Leandro dio un paso al frente y cruzó al fin el umbral, entrando así en la primera parte del resto de su vida.




El señor Blanco tenía su pluma favorita desde hacía años. La verdad fue que aquella pluma había iniciado su camino al éxito, había significado el primer y más importante peldaño en la escalera hacia la cima. Con ella había escrito su ópera prima, también su obra maestra, y por supuesto, su canto del cisne, su principal obra de madurez.
El señor Blanco había adquirido su tesoro en una tienda de antigüedades cuyo dueño había muerto ya hacía muchos años. Aquella tienda aún seguía abierta en el mismo lugar, y el hijo del dueño se había retirado ya del negocio, traspasándolo a su propio hijo. En la actualidad, un letrero sobre la puerta de la tienda anunciaba orgullosamente que era la quinta generación familiar al frente de la tienda, aunque se adivinaba que la sexta no tardaría en entrar en escena, pues también el hijo del anticuario había muerto poco tiempo atrás y el nieto, la quinta generación, había sobrepasado con seguridad y holganza los sesenta.
El señor Blanco peleó contra todos por adquirir aquella pluma y a todos había vencido. No sabía cuántas personas más habían sentido la poderosa llamada mágica de aquel objeto. Algunos la oirían antes que él mismo, otros al mismo tiempo, otros más tarde. Pero finalmente había sido él quien se hizo con el poderoso aliado que vivía en la pluma; el espíritu del duende de la ciudad. Efectivamente, la carrera del señor Blanco fue un auténtico meteoro. Realmente parecía que la musa se había enamorado de él, pues la cantidad y calidad de historias que plasmó en el papel no sólo le dieron fama y fortuna, sino que además le proporcionaron gloria y reconocimientos, uno de los cuales era el que iba a recibir en breve.
Sí, había sido una vida larga, intensa y fructífera. El señor Blanco miró su pluma por última vez, siendo consciente de ello. Aquella pluma no era suya en realidad, del mismo modo que tampoco lo había sido de Bécquer, ni de quien fuera antes que de él. Aquella pluma sólo pertenecía al espíritu que la habitaba, y el señor Blanco siempre supo que un día debería devolverla, donarla a la tienda de antigüedades donde la compró, para que alguien en el futuro volviera a sentir su llamada y pudiera usar su mágico influjo como catalizador de historias.
El señor Blanco cerró el estuche, lo envolvió en papel azul de regalo, al que adjuntó una nota breve en una tarjeta con su nombre, y lo metió todo en un sobre acolchado con destino a la tienda de antigüedades. Por fin, se acercó al espejo, se dio unos últimos toques, y abandonó su domicilio, camino de su cita con el premio y con su destino. El servicio se encargaría de remitir el paquete a la tienda; él ya había hecho su parte.
Una sonrisa satisfecha iluminaba el rostro del señor Blanco cuando abandonó su casa por última vez.

Jose era una niña alegre y vivaracha, a pesar de todo. Siempre tenía una sonrisa en los labios, un gesto amable para cualquiera que se cruzara con ella, un buen sentimiento para cada cosa que desfilara por delante de su mirada, aunque fuera sólo de pasada. Jose no había nacido en el barrio; mejor dicho, no había vivido nunca en él hasta pocos meses antes, cuando el trabajo de sus padres la había llevado a vivir allí. A pesar del poco tiempo que hacía, Jose se había ganado rápidamente las simpatías de todo el vecindario; primero de su planta, luego de todo el edificio, finalmente del resto de personas que la conocían. Aún no conocía todo el barrio; era bastante grande, y a pesar de ser prácticamente peatonal en la mayor parte de sus calles, era una niña tan súper protegida que apenas tenía tiempo ni ocasión para investigar por su cuenta.
Jose daba cortos paseos por los alrededores cuando aún era de día, y así, poco a poco fue haciéndose al entorno hasta convertirse en parte de él y convertirlo a su vez en parte de ella. En uno de esos paseos, Jose cruzó por delante del escaparate de una tienda. En un principio no le llamó especialmente la atención, y hubiera pasado de largo de no haber sido capturada su mirada por el letrero que especificaba, bajo el nombre de la tienda, que la misma familia llevaba ocho generaciones regentándola. Fue entonces cuando la curiosidad hizo presa en su ánimo, y Jose detuvo sus pasos para curiosear sólo un poco en el escaparate. Había una variopinta colección de diversos objetos de todas las naturalezas, tamaños y utilidades. Lo único que tenían en común todas aquellas cosas eran las pequeñas leyendas que había junto a ellas, explicando brevemente qué eran y cuál su procedencia. Jose paseó su mirada curiosa por el escaparate y así descubrió un pisa papeles de bronce de finales del siglo XVIII de una de las primeras notarías de la ciudad, un espejo de cómoda que había pertenecido a la esposa de un pintor conocido, o un candelabro ricamente ornado que había hecho trayecto entre Europa y América en al menos seis ocasiones, cuando aún no había países invasores allí, y sólo los había invadidos.
Nada de eso capturó tanto su atención como el siguiente objeto que vio, el último objeto que realmente vería en aquel escaparate durante toda su vida. Abajo, en la esquina izquierda, al fondo, había una pluma que la llamaba insistentemente. Jose supo que era cierto, que aquella pluma estaba allí para ella, y que de alguna forma era un objeto mágico, pues de ninguna otra manera hubiera ella podido sentir su llamada. Jose miró la leyenda de la pluma y con ese gesto confirmó sus pensamientos, y también su futuro, aunque Jose no lo sabía en aquel momento. Aquella pluma perteneció nada menos que a Gustavo Adolfo Bécquer, y según la tradición, de ella salió la tinta de la versión original de sus Leyendas. Aquella pluma estaba poseída por el espíritu eterno del duende de la ciudad, y no había pertenecido únicamente a una sola persona. Su último propietario había sido nada menos que María Leandro Blanco, y de esa pluma salió también la tinta que conformó las versiones originales de su mejor obra, Historia en Rojo y Azul, y de su última creación, Rapsodia de Otoño.
Desde aquel mismo momento, Jose supo que aquella pluma le pertenecía a ella, y que sólo ella sería la siguiente propietaria, la siguiente contadora de historias que dejara trabajar sus dedos guiados por el espíritu que habitaba en la pluma. Desde aquel mismo momento, Jose supo que ella sería el siguiente eslabón de papel que continuaría la larga cadena de contadores de historias que confeccionaba el espíritu de la pluma, como si de una alegoría de la larga cadena de la vida de tratara...

EL PAIS DE LOS DIOSES

Alguien había dicho tiempo atrás que los dioses existían, y que vivían en las tierras del norte, donde el sol calentaba con menos fuerza y los soldados ayudaban a las personas, en lugar de matar a los hombres y violar a las niñas. Los hijos de los dioses eran blancos como la leche, podían tener el pelo y los ojos de distintos colores y suave como nada que conocieran en la aldea. Todos eran iguales entre ellos, no conocían la guerra ni el hambre, y trataban a todo el mundo de la misma manera. En la tierra de los hijos de los dioses, la comida era abundante, el frío y el calor no eran enemigos de nadie, y el agua estaba al alcance de la mano, sin tener que andar ocho quilómetros para traerla a la vivienda. Si algún hijo de la aldea llegara allá, podría recolectar un pequeño trozo del paraíso de los dioses en la tierra y llevarlo a la vuelta. Con sólo ese pequeño trozo de paraíso, la aldea podría salir de la miseria, los niños dejarían de morir de hambre antes de cumplir los cinco años, y las niñas dejarían de ser violadas antes de los diez.
Los más ancianos de la aldea decidieron que era un riesgo que merecería la pena correr. El camino era largo, había que cruzar la zona de animales salvajes, el territorio de los soldados rebeldes, llegar a la capital y esquivar a los soldados del dueño, y cruzar la frontera para llegar al país vecino. Una vez allí habría que repetir la misma operación más o menos, pero esta vez en un lugar distinto, con una lengua distinta, en un terreno desconocido, y habitado por tres etnias distintas que odiaban a los hijos de la aldea desde tiempos ancestrales. A partir de ahí habría que conseguir cruzar una nueva frontera para llegar al país del mar, donde habría que contactar con el vendedor de sueños, quien tenía pasajes para el paraíso a precios inimaginables para ningún habitante de la aldea. Una vez alcanzada la costa y el barco del paraíso, sólo había que montarse en él y dejarse llevar suavemente hasta la tierra de los hijos de los dioses. A llegar a ella, en sólo unos pocos días la fortuna de toda la aldea podría cambiar para siempre, y ofrecerles un futuro mucho mejor a todos sus habitantes. Era una travesía larga, difícil y peligrosa, que al menos necesitaría de tres meses de viaje para llegar a la orilla del mar, pero aún así, era un riesgo que merecería la pena correr.
Mweru tuvo que competir con los otros nueve candidatos. No quería haberlo hecho, pero no pudo negarse. La aldea entera se había deslomado trabajando de sol a sol durante dos años, tratando conseguir los recursos necesarios para que su enviado a la tierra de los dioses del norte consiguiera el dinero necesario para llegar al barco del paraíso y embarcarse en él rumbo al futuro. Mweru tenía miedo a todo, miedo a lo desconocido, miedo a los soldados rebeldes, a los del dueño, a las fieras, a las etnias enemigas del país vecino... Tenía miedo al barco del paraíso y al mar. ¿Cómo no tenerlo? ¡Nunca nadie de la aldea había visto el mar! Pero no pudo negarse, naturalmente. Tenía dieciséis años, era un adulto desde hacía ya algún tiempo, y para su familia fue un orgullo que hubiera podido competir por el honor de salvar a la aldea. Al final de todas las pruebas, resultó elegido. Era el mejor entre los mejores de la aldea, el que había superado todas las pruebas, el más fuerte, el más listo, el más hábil. En sus jóvenes hombros recaía toda la responsabilidad de salvar a la aldea, a los niños, a las mujeres, incluso a los hombres que se quedaban atrás, rezando porque él llegara a su destino para volver con la salvación.
Tenía miedo a partir, claro que sí. Ni había pedido aquella carga, ni deseaba llevarla, ni creía que pudiera sobrevivir a la dura prueba que se abría ante su futuro inmediato, pero ¿cómo podría haberse negado a ello? El día que Mweru dejó atrás su aldea, no sospechaba que el camino más duro comenzaba justo al llegar al mar. Atrás dejó también a su familia, a sus amigos, a la mujer a la que amaba desde la niñez, y a la que soñaba desposar desde la infancia. Dejó atrás su casa, su tierra, sus costumbres, sus antepasados, los contornos del que hasta ese momento había sido su mundo, y no sabía si alguna vez podría volver a verlos. El día que Mweru dejó atrás su aldea, no sospechaba que sólo había dos destinos posibles para los pasajeros del barco del paraíso: uno, el país de los hijos de los dioses; otro... El otro era un lugar bajo las frías aguas de ese mar desconocido, ese que nadie de la aldea había contemplado nunca.
De niño había sospechado que por mucho que corriera en la misma dirección del sol, nunca conseguiría correr ni tan rápido ni durante tanto tiempo como para llegar a alcanzarlo antes de que se enterrara tras la línea del horizonte. Ahora podría dar fe de ello cuando volviera a la aldea, porque lo había comprobado por propia experiencia.
Una corriente de aire frío le subía por la espalda cada vez que pensaba en la aldea, trepando por su columna como si de un reptil sinuoso se tratara. Intentaba que no llegara más arriba de la cintura en cuanto la sentía llegar, pero nunca lo conseguía y acababa por perder la batalla mientras la ráfaga de aire frío terminaba por instalarse en su nuca, y no se iba de allí por más que él encogiera los hombros sobre el cuello y apretara por dentro sus oídos. Esa corriente de aire frío que amenazaba con susurrarle al oído que la aldea no era sino un recuerdo, y que difícilmente volvería a pisarla ni aún llegando a alcanzar su destino en el país de los dioses.
Había comenzado a tener la certeza de que muchas de las historias y tradiciones solemnes de su tribu no eran verdaderas, y empezaba a tener miedo de cuántas más verdades inamovibles derribaría la distancia en su largo viaje al norte. Veinticuatro días fuera, sólo veinticuatro, y Mweru había envejecido casi veinticuatro años en ellos. Hasta el día antes de abandonar su hogar, la muerte se había convertido en una enemiga ancestral venida a más, hasta el punto de haber llegado a ser casi de la familia. Los ancianos cada vez lo eran antes, y cada vez lo eran durante menos tiempo. Los niños raras veces llegaban a dejar de serlo, y extraña era la estación en la que varios miembros de la aldea dejaban el mundo de los vivos para adentrarse en el de los espíritus. El hambre y la pobreza habían logrado que la muerte dejara de ser algo horrible para que pasara a convertirse en algo cotidiano. Mweru pensaba que lo verdaderamente horrible era que ellos hubieran llegado a acostumbrarse tanto a la presencia de la muerte, al hambre, a la miseria, que realmente hubieran terminado por reconocer a la muerte como a una compañera de viaje.
Veinticuatro días como veinticuatro años. Mweru no tardó ni siquiera veinticuatro horas en encontrarse a la muerte en su camino. Aún conservaba vivas en sus sentidos las experiencias de sus últimos momentos en la aldea, el sabor agridulce que los agasajos dejaron en su cabeza al fundirse con las despedidas, cuando topó con el primer cadáver de su camino hacia la salvación de su gente. No era la primera vez que veía una persona muerta, pero sí era la primera vez que veía una cuya muerte la había causado otra. Era joven, más incluso que él mismo. Nunca había tenido que enfrentarse a una situación como aquella. Lo normal, lo natural en el orden de las cosas, era que los mayores protegieran a los jóvenes, y que los jóvenes se ayudaran entre ellos. Todos buscando la supervivencia del grupo y el bienestar de la propia especie. No llegaba a entender la razón que pudiera llevar a una persona a dar muerte a otra.
Veinticuatro días como veinticuatro años después, Mweru había visto a bastantes más de veinticuatro cuerpos sin vida, mientras buscaba el sonido del mar. Había dejado de preguntarse por las historias de aquellos cuerpos mientras aún tuvieron almas que los animaron, y bastante tuvo con tratar de que el suyo no fuera el siguiente cuerpo que otro joven como él encontrara en su caminar. No podía permitirse el lujo de convertirse en alguno de aquellos muñecos rotos, desamparados, inertes, que aparecían en el momento menos adecuado, en los lugares más inesperados, y en las posturas más inverosímiles. No podía permitirse ese lujo, porque su vida ya no le pertenecía. Su vida había dejado de pertenecerle en el momento en el que se convirtió en la única esperanza de toda su aldea. Desde aquel instante, Mweru no se debía a sí mismo, sino un poco a cada una de las personas con las que había compartido su vida hasta entonces. A veces oía disparos. A veces oía gritos. Otras veces oía carcajadas, pero no siempre las carcajadas significan lo mismo que las risas. En esos momentos, Mweru cerraba los ojos y rezaba para alcanzar pronto la orilla, pues al menos allí, una vez en la barca del paraíso, no encontraría a la muerte tan cercana como la encontraba entre el polvo de su camino.
Tras el horizonte vino otro horizonte, y tras ese horizonte llegó otro más. Y luego otro, y así hasta que Mweru perdió la cuenta, seguro de que por más días que pasaran y por más días que caminara hacia el oeste, nunca llegaría a acercarse más al sol de lo que ya lo había hecho.
Durante su largo caminar había descubierto que existían enormes ciudades, mucho más grandes no sólo que la aldea, sino que el pueblo principal de la comarca. Incluso pasó cerca de una ciudad que tendría más de mil habitantes, con total seguridad. Sabía que el mundo era grande, mucho más de lo que nunca habían hablado en las fogatas nocturnas mientras relataban las viejas historias de su gente. No se atrevía ni a pensar siquiera en el país de los dioses… ¿Cómo poder pensar en algo que sin duda era mucho más inmenso que su propia imaginación?
Cada paso lo acercaba más al mar, y cada día también conseguía adaptarse más y mejor a sus nuevas ropas, que ya no lo eran tanto. No entendía por qué había de vestirse de aquella incómoda forma. Mweru conocía aquellos ropajes, claro. Los había visto muchas veces, en gentes de otras etnias. Incluso una vez vio a un hijo de los dioses que, naturalmente, vestía así; pero lo vio desde demasiado lejos, así que casi no podía tenerse en cuenta. Pero eso no cambiaba nada. ¿Acaso cuando algún extranjero venía a la aldea cambiaba sus ropas por las que Mweru y su gente llevaban a diario? ¿Por qué él tenía que hacerlo? No entendió muy bien la explicación que le dieron los ancianos, pero acató sus indicaciones sin discutirlas. Nadie discutía las decisiones de los ancianos, porque a nadie le gustaría que discutieran las suyas, si es que conseguían llegar a ancianos. Pero no muchos lo conseguían, por supuesto. No era tan fácil pasar de doscientas estaciones, por lo que no había nunca demasiados ancianos en la aldea.
Cada noche, Mweru guardaba el dinero que llevaba entre su pantalón y su piel, cerca de su zona más íntima. No podía perderlo por nada del mundo. Su vida valía menos que aquel dinero, porque su vida era sólo una, y aquel dinero era todas las vidas presentes y futuras de la aldea. Durante el día, mientras caminaba, lo llevaba dentro de uno de aquellos ridículos zapatos amarillos, negros y azules, de suela de goma blanca, que tan incómodos e inservibles le parecieron al principio. Sólo unas pequeñas monedas para su escueta comida diaria, nada más. El resto, siempre a buen recaudo. Hasta llegar a la orilla. Hasta llegar ante el vendedor de sueños.
La noche anterior a su llegada al mar, Mweru casi no pudo dormir. Pasó frío, tuvo problemas con su cuerpo, y para colmo, una pesadilla enturbió el escaso tiempo que pudo entregarse al descanso. No podía montarse en la barca del país de los dioses, porque durante la noche, un niño-soldado muerto le había quitado las zapatillas de suelas blancas para llevárselas al más allá. El vendedor de sueños no quiso montarlo en su barca, y sólo aceptó a hacerlo a cambio de una de sus manos, por lo que tuvo que dejársela; a fin de cuentas, con la otra podría seguir trabajando en el país de los dioses, aunque tardara el doble de tiempo en conseguir el dinero para su aldea. Finalmente, ya en la barca con gruesas ruedas para correr más sobre el agua, llegó la catástrofe absoluta. Un enorme león con dos aletas y una cola de pez surgió del mar y devoró la barca y sus ocupantes. Lo último que pudo pensar antes de que las fauces del león marino desgarraran su carne es que finalmente no podría cumplir con la enorme responsabilidad que su gente había puesto sobre sus hombros…

Tres días y cuatro noches hubo de esperar para ver al vendedor de sueños una vez llegó a la ciudad del mar. Cuatro noches que durmió fuera de ella, porque no se sentía seguro entre sus calles ni entre tanta gente. Allí había al menos la misma gente que en diez aldeas como la suya, puede que mucha más, y Mweru nunca había visto tanta aglomeración de personas. Era normal que tardara tanto en ver al vendedor de sueños, porque si todas aquellas personas querían verlo también, no habría tiempo suficiente para todos en un solo día, ni tampoco en dos.
Durante el día aguardaba su turno en el montón de personas sentadas y dispersas en las cercanías de la tienda de sueños. Nada más llegar, Mweru buscaba al joven que iba justo delante de él, y una vez lo localizaba, no lo perdía de vista hasta que por la noche un ayudante del vendedor de sueños los desalojaba de allí. Durante la noche, antes de dormir, caminaba hasta la orilla y se sobrecogía ante la inmensidad del mar. Olía de forma embriagadora, aún entre el olor a podredumbre y suciedad del vertedero cercano. Y el sonido… Aquel sonido del agua al llegar hasta sus pies y empapar su ridículo calzado de colores le llegaba al fondo del alma, tocándola, apaciguándola, adormeciéndola… Nada podría pasar en el mar, pues aquel sonido del agua cantando y meciéndose no podía encerrar ningún peligro.
Luego de saciarse de la magia del mar, Mweru buscaba un lugar donde pasar la noche, aún en poder del trance marino. Había dejado su dinero enterrado en las afueras antes de entrar en la ciudad, y por la noche nunca dormía cerca de él. Tenía miedo a que alguien lo matara para robárselo, pero más miedo tenía aún a que se lo robaran sin matarlo. Día tras día caminaba hasta la tienda de sueños, y allí aguardaba su turno en el riguroso orden de llegada que ellos mismos se encargaban de mantener. Al final del tercer día sólo quedaban dos jóvenes delante de él; uno el joven de su misma edad que le precedía, y antes que ése, una mujer más joven aún cuya barriga hablaba de un futuro nacimiento. Al caminar hacia las afueras buscando dónde pasar la última noche, Mweru pensaba en lo difícil que tendría que ser la vida de aquella mujer como para abandonarlo todo y marchar al país de los dioses con el hijo aún en su interior, privando a éste de nacer en la tierra de sus antepasados.
El vendedor de sueños era un hijo de los dioses, sin duda alguna. Mweru nunca había visto una piel tan blanca ni un cabello de aquel color tan claro, y el recuerdo de aquella vez que vio un hombre blanco desde lejos no era nada comparado con la sensación de ver a otro sentado frente a él. Si en verdad existían los hijos de los dioses, en verdad también habría de existir su país maravilloso en el norte, tras el mar. No fue amable con él, pero no pensó que lo tratara mal con aquella forma de actuar; lo que pensó fue que ante tanta gente como debía atender cada día, lo normal es que no se detuviera demasiado tiempo a escuchar la historia de cada uno.
Mweru quiso saber cuánto costaba embarcarse hacia el país de los dioses, y el hombre, entre carcajada y carcajada, le respondió que costaba todo lo que tuviera. Mweru ofreció la mitad de lo que llevaba, pensando en guardar la otra mitad para cuando llegara a su destino, pero el hombre lo despidió de allí, pues no era suficiente dinero para comprar su pasaje en el barco del paraíso. Mweru no tuvo más dudas ni más remedio, de modo que por fin ofreció el resto y entonces sí consiguió su pasaje. Aún tuvo que esperar ese día completo, pues el barco del paraíso salía cada noche con destino al país de los dioses, y no podía subirse a él hasta la hora adecuada.
¿Cómo contar las horas de nerviosismo de la espera? ¿Cómo contar las ansias y las expectativas de su cabeza y de su corazón ante el éxito de su misión? ¿Cómo no sentirse contento y aliviado al considerar que la parte más difícil de su cometido ya estaba superada al lograr embarcarse? Nada más lejos de la realidad.
Mweru nunca podría olvidar las horas en aquel barco del paraíso transformado en barca del infierno. Nunca podría relatar la tragedia personal y colectiva de cuantos iniciaron el viaje. Nunca dejaría de tener sed en toda su vida, por mucha agua que tuviera a su disposición. Nunca conseguiría sacarse el frío de los huesos, ese frío que atravesó su ropa, y su piel, y su carne, para metérsele en el alma y aferrarse a ella para siempre. Nunca llegaría a saciar su hambre tras tantas horas, tantos días sin llevarse nada a la boca, agrietada por el viento, el frío, el sol y la sal. Nunca olvidaría las peleas a bordo, intentando dirimir qué se hacía con los cuerpos de los que morían en la barca del infierno. Nunca podría dejar de ver en sueños los ojos abiertos de la joven embarazada, inmóvil en el momento de ser arrojada al mar junto al niño muerto antes de nacer.
¿Cómo hablar de las horas del día, del sol, de la sed, de los ojos doloridos y deslumbrados, de la lenta agonía de la desesperanza? ¿Cómo relatar a nadie las largas horas de la noche, el viento, el frío y el agua helada salpicando y erizando cada poro de su piel? ¿Cómo contar el miedo, la certeza de la muerte, y la angustia de saber que nadie en la aldea conocería su destino, y pasarían los años esperando un regreso que no se produciría? ¿Cómo decirle a quien fuera el dolor de saber que en su aldea pensarían que los habría traicionado, quedándose para siempre en el país de los dioses, disfrutando de sus bonanzas, y olvidando las penurias de la aldea? ¿Cómo iba a saber nadie de la vergüenza de sus padres? ¿Qué pasaría con su alma, si los ancianos estimaban que no merecía pasar al otro lado?
De repente, una noche, un ojo amarillo se abrió con un rugido en la oscuridad del mar. Unos hombres, hijos de los dioses, hablaban en una lengua desconocida a los supervivientes de la barca del infierno. ¿Estaría soñando? ¿Abría llegado al fin a su destino, al país de los dioses? ¿O habría muerto y serían los dioses mismos quienes recogían su alma en la otra orilla del mar? Mweru cerró los ojos. Sea lo que fuere lo que le esperaba más allá de aquel ojo amarillo y aquel rugido del barco de los hijos de los dioses, no podría ser nada peor de lo que había vivido a bordo de aquella barca de la muerte.
Un día, Mweru volvería a abrir los ojos, sólo para descubrir que cualquier cosa pasada puede ser empeorada con creces en el futuro. Pero eso ya no le importaba. Estaría en el país de los dioses, su vida no le pertenecía, y tenía mucho por hacer para poder enviar a su aldea un trozo de paraíso. No habría cosa que no hiciera, ni penuria que no soportara, sólo para corresponder con todos los sueños que le aguardaban en su casa. Sí, al fin lo descubrió. El auténtico barco del paraíso no es el que te aleja de tu hogar, sino el que te devuelve a él.

NZINGA EN TIEMPOS DE GUERRA

Nzinga tenía un sueño y un fusil. A veces, cuando dormía, usaba su fusil para abrirse camino frente a los problemas que se alzaban ante ella, igual que si de murallas infranqueables se trataran. Aunque Nzinga no sabía qué era una muralla, pues nunca había visto ninguna, ni nadie le había explicado qué eran. Lo que sí sabía era que si utilizaba su fusil como si de una escalera se tratara, podría alzarse sobre ellas y superar los obstáculos que se plantaran en su camino.
A veces, cuando estaba despierta, Nzinga usaba su sueño para abrirse camino frente a los problemas que se alzaban ante ella, igual que si de enemigos infranqueables se trataran. Nzinga sí sabía qué eran los enemigos, pues siempre había visto muchos, e incluso nunca le hizo falta que nadie le explicara lo que eran. Lo que sí sabía era que si utilizaba su sueño como si de un fusil se tratara, podría derribar a sus enemigos, y superar todo lo que se plantara en su camino.
Otras veces, cuando dormía, Nzinga usaba su sueño como un sueño, y entonces todo era muy fácil, porque no había problemas como murallas infranqueables que se alzaran ante ella, ni tampoco problemas como enemigos infranqueables. Entonces, Nzinga no quería despertarse nunca, y deseaba con todas sus fuerzas permanecer allí para siempre. Cerraba fuertemente los ojos mientras dormía, para capturar el sueño por siempre, aunque ella no era consciente de ello, pero el sueño siempre se escapaba, y Nzinga siempre acababa por despertarse.
Otras veces, cuando estaba despierta, usaba su fusil como un fusil, y entonces todo era muy difícil, porque todos los problemas, murallas o enemigos, dejaban de ser infranqueables y se desvanecían entre el humo blanco azulado que retozaba desde el cañón del fusil, perdidos entre el sonido de trueno de cada disparo, olvidados entre el sabor áspero que la pólvora dejaba en su paladar si apretaba el gatillo demasiado tiempo. Entonces, Nzinga quería dormirse, y deseaba con todas sus fuerzas escapar de allí para siempre. Cerraba fuertemente los ojos mientras dormía, para dejar que se evaporara el mundo a su alrededor, y era consciente de que lo hacía, pero el mundo nunca se evaporaba, y Erina nunca acababa dormida.Nzinga tenía sólo doce años, aunque hacía toda una eternidad que su sueño y su fusil eran la única compañía real que la acompañaban día y noche en aquel campo de batalla que era toda su vida, y posiblemente nunca llegara a saber que existían otras cosas más allá de su mundo, su sueño, y su fusil

ANOCHECERES

Es la hora del ocaso. El sol se duerme sobre el fondo que el cielo dibuja tras él, puede que ante él, o tal vez junto a él. Hay mil matices alrededor, tantos que no se pueden contar, y tal labor sería una pérdida inconsciente del segundo mágico que la naturaleza pone a nuestro alcance muy de vez en cuando.
Hay azul oscuro, azul Prusia en gran parte del cielo. Se intuye que el negro acecha en el este de la bóveda celestial, pero no puede apreciarse desde mi situación, quince picos por encima del suelo. Cerca del sol, que continúa deslizándose sobre el tapiz poli color camino de sumergirse en su lecho marino de milenios, el prusia se vuelve cobalto, y un poco más cerca aún se torna celeste. Todo está bañado de un suave tono anaranjado, incluso la corona blanquecina que cierne la bola incandescente.
Anochece en el delta del Duero; la musa ha venido a visitarme, a ver la puesta de sol desde mi ventana de la habitación 1515. ¿Cómo si no, podría contemplar desde esta perspectiva sensorial un hecho tan cotidiano como sublime? ¿Cómo intentar capturar el momento, la gota de eternidad, sin el recipiente adecuado para contenerlo? La unión del Puerto y la Tierra, Porto y Gaia; Portugaia, Portugal. Puede que en verdad la musa naciera aquí, junto a una puesta de sol como esta.
El Duero corre camino del Atlántico, y creo ver la fina línea que separa cada gota de agua dulce de cada gota de agua salada. ¿Será esto ser como dios? No, seguro que no. Allá a lo lejos, el sol se ha ocultado. Encontró un hueco entre dos de mis pensamientos, y se filtró por él, camino del fondo, arrastrando tras de sí el manto multicolor. Ya no hay blanco, ni celeste, ni cobalto. Sólo resta un leve prusia que se desvanece poco a poco, vencido por el negro o tal vez el gris ceniza; puede que por el tierra de siena oscuro.
La musa se ha ido del alféizar de mi ventana, aprovechando que me hallaba perdido entre colores. Siempre se va sin despedirse, aunque también llega sin avisar. Ahora sólo quedo yo en la habitación. Yo… y mi vértigo, y mi claustrofobia, y mi ansia de eternidad… y mi incapacidad para alcanzarla. Será otra larga noche en la habitación 1515, a más de sesenta metros del suelo…





Hace siglos que vine a buscar un anochecer. Puede que esté equivocado, y sólo hayan pasado unos minutos, pero si es así, me han parecido enormes. Un adolescente desbocado ha pasado con un ciclomotor a escape libre, compitiendo con la música hortera que escapa de un Seat León negro para herir los oídos con su volumen infernal. Una vez, cuando era niño, en el colegio me dijeron que el sol se ponía por el Cortijo San José, y yo me he venido al corredor verde, veinticinco años después, a comprobar si es cierto. Mucho me temo que me engañaron entonces, porque tiene toda la pinta de no ponerse por donde me dijeron. ¿Por qué los mayores tienen que jugar con la ilusión de los niños y convencerlos de cosas que el tiempo terminará por derribar?
Cerca de mí hay una joven con un perro pequeño con su correa y su bozal. El animal no sabe de urbanidad y deja su regalo en la calle, para que algún viandante despistado, que podría ser yo mismo, se lo lleve pegado a la suela. No muy lejos, un joven inflado de anabolizantes se pavonea ante ella, con otro perro cerca. Es un perro de esos peligrosos, tan hormonado como su dueño. El animal no lleva ni correa, ni bozal, y el perro tampoco los lleva.
Busco el sol en el cielo y sigue allí, parado, empeñado en no moverse. Me digo a mí mismo que alguien me está tomando el pelo, porque si no, no puedo explicar que el sol tarde tanto tiempo en ocultarse. Aquí no hay cielo poli color, no hay quince planteas ofendiendo la desembocadura de ningún río, ningún puerto que se una a la tierra. Pero hay dos regalos en el suelo; el pequeñito que dejó el perrito de la joven, y el inmenso lodazal que ha dejado el animal mayor –no sé cuál de los dos, aunque por ser benevolente, supongo que sería el perro-.
El sol sigue empeñado en perpetuarse. Puede que esté esperando a la musa, pero es un iluso si lo hace. La musa no viene por el mero hecho de que la esperes. Ella es así, libre, autentica, anarquista, pura. Si viene, viene y si no viene, no viene. Puede que el sol esté esperando a la musa, o puede que el anochecer esté jugando a ser musa; si viene, viene y si no viene, no viene.
Miro el reloj. Son las doce de la noche, y el sol aún está en lo alto, y el cielo aún está iluminado. ¿Acaso hoy no se va a hacer de noche? Una vibración capta mi atención. El teléfono móvil me saca de mi ensoñación; son las diez, y el sol por supuesto que se escondió a su hora. No hay lugar para la musa entre escapes libres, altavoces sádicos, ni regalos caninos.

DESENCUENTRO

No había nadie cruzando las calles en aquel momento, aunque el hecho de que nadie las cruzara un martes cualquiera a eso de las cinco de la mañana era lo más normal del mundo. Tal vez un sábado del mes de julio, cuando el calor aprieta demasiado y la gente aún no ha abandonado la ciudad en busca de la costa, es un momento idóneo para cruzarse con algún juerguista rezagado; pero el mes de enero no es un buen mes para encuentros de ese tipo, de la misma forma que un martes laborable tampoco lo es. Joder, que me estoy quedando casi rayado con el tema del encuentro inesperado; a ver si es que me he colado con el asunto. Crápula consagrado y noctámbulo empedernido, Fernando arrastraba las horas de su existencia por ese mundo irreal que sólo existe en las cabezas de aquellos que en sí se encierran.

Cuando Fernando decía "asunto" quería decir ron Havana Club de siete años y marihuana ligada con hachís. No era una mezcla demasiado recomendada por demasiados cardiólogos, urólogos ni especialistas en medicina interna, pero era la mezcla que mejor le sentaba a su cuerpo. O al menos era la mezcla que mejor le sentaba a su cabeza. Llevaba cinco años destripando el resto de la pequeña fortuna heredada hacía ocho. La mitad la perdió en una desafortunada inversión en bolsa, y cuando tuvo que elegir entre pegarse un tiro o ahogar el fracaso embotando su cabeza en una realidad irreal eligió lo segundo. Al principio fueron sólo unas copas los fines de semana, intercaladas con algún que otro escarceo de cama en el club de Estrella. Luego fue al revés, parada diaria en el club de Estrella intercalada con alguna copa y algún que otro canuto para recordar la adolescencia. El segundo año fue cuando Carmen transformó sus sospechas en certezas, y el tercero cuando se largó llevándose la mitad de lo que le quedaba -la cuarta parte de su herencia, más o menos-. Maldita puta. O tal vez no, ¡qué sé yo! A lo mejor la culpa fue mía por no contar con ella hasta que se largó con mi dinero y con lo mejor de mi vida. Vaya chorradas que estoy diciendo. Lo mejor de mi vida está, conmigo.

Fernando se atizó un trago del ron que conservaba en el vaso -cortesía de la casa, nadie sacaba vasos del local excepto él- justo antes de largarse a los pulmones una bocanada del mariachi que humeaba en su zurda, mientras agitaba ambas manos al aire. No era un fracasado. Claro que no. Su padre le puso Fernando en un momento de lucidez extrema, para resaltar sus apellidos. Fernando Fernández Ferrándiz. El niño de las tres efes, el fuperniño. Y ahora era un fuperhombre, porque fumaba, follaba y flipaba lo que quería; seguía teniendo sus tres efes e incluso las había agrandado con otras tres. ¡Tenía seis efes! Realmente era un hombre importante, nada de fracasado. La lástima es que no me cruce con nadie ahora mismo para contárselo. Todo el mundo debería saber que soy un triunfador y seguir mi ejemplo. No comprendo por qué la calle tan vacía.

El relente calaba hondo, y la neblina era tan espesa que casi se podía nadar en ella. Dentro del mundo irreal de Fernando, todo iba bien y todo ocupaba su lugar correspondiente. En el mundo real, un pobre alcohólico adicto al cannabis se tambaleaba buscando un puerto al que atracar su maltrecha nave...

MEMORIAS DE UN CARPINTERO

Emmanuel es un anciano palestino del siglo I d.c. que espera pacientemente el final de sus días rodeado de su mujer, sus hijos y alguno de sus hermanos. Hace algún tiempo que oye relatar la vida y milagros de un hombre de su tierra que presenta numerosas similitudes y paralelismos con su propia vida, aunque él está completamente seguro de tratarse de otra persona.
Emmanuel se lanza a relatar todos los recuerdos que guarda de su paso por este mundo, algunos propios, otros relatados por sus padres durante su infancia. Con un estilo que en un principio resulta evocador y ligero, Emmanuel repasa las etapas de su vida que lo llevaron a convertirse en adulto. La aparición de su primo David, su relación con sus hermanos Judas y Jacob, la llegada a su vida de su gran amor, Miriam... La muerte de su padre marca el final de la infancia de Emmanuel, y su entrada en el difícil mundo de los adultos.
En un segundo momento sus recuerdos se vuelven más trascendentes, y ello se refleja en su forma de escribir. Emmnanuel recuerda su pensamiento de aquellos años, su periplo por el mundo, su convivencia con sus compañeros y sus diferencias con el poder establecido, con el costumbrismo, con la realidad opresiva y oprimida de sus compatriotas, aplastados bajo la suela de tantos dirigentes que demandaban a diario su ración correspondiente de oro y sangre. El nacimiento de su grupo de simpatizantes, su desarrollo posterior, sus enfrentamientos con ese poder opresor que desembocará en la única salida posible.
Por último, Emmanuel recuerda la última etapa de aquella su anterior vida, como él mismo la llama. Sus recuerdos se vuelven más íntimos, más personales, en la mayoría de los casos son más sentimientos y sensaciones que recuerdos propiamente dichos. Su escritura se vuelve más pesada, más desgarradora, casi dolorosa y dura de leer, tanto como lo son sus recuerdos del cuero del látigo, la madera del patíbulo, o el oxidado hierro de los clavos.
La obra está escrita en tres partes, tres Gracias, como él las llama, y un epílogo a modo de corolario que él mismo denomina como Amén. Aquí es donde Emmanuel relata cómo terminaron sus vidas los protagonistas de la historia de su propia vida. Procuradores, sacerdotes, reyes, hermanos y parientes... Emmanuel recuerda amargamente aquellos días que tanto se parecieron a los que las gentes relatan, relativos a aquel tal Jesús con el que Emmanuel nunca se cruzó, a pesar de compartir con él infancia, lugar de residencia, y tortura en la cruz. Tan parecidos y tan diferentes, pues nunca ningún dios vino a visitar a Emmanuel ni a liberar u obstruir su camino con obstáculos sobrenaturales.

SOMBRAS EN LA OSCURIDAD

Teplitz, Austria, principios del siglo XIX. En plena crisis motivada por su agrio carácter y un galopante ataque de sordera, Ludwing van Beethoven compone tres misteriosos quintetos en la soledad de su alcoba. Su amigo de la infancia, doctor Franz Wegeler, asiste paralizado a la sobrenatural secuencia que sucede tras sonar las notas.
Barcelona, siglo XXI. Una periodista en acuciantes apuros económicos y profesionales recibe el encargo de buscar la partitura en la que fueron escritos dichos quintetos. Aunque para la historia oficial no existe transcripción conocida de los mismos, pero sí constancia de haber sido compuestos –dato absolutamente verídico-, Wegeler pudo tomar nota de ellos gracias a los conocimientos musicales que el propio Beethoven le transmitió.
A lo largo de la historia numerosos personajes de renombre y personas anónimas se enfrascaron en la búsqueda de la partitura, entre ellos el propio Napoleón Bonaparte y el mismísimo Adolf Hitler. En el presente de la periodista, es un tenor renombrado quien anda tras los pasos de la partitura, y quien ofrece a la mujer una suculenta oferta económica que le permitirá solucionar el resto de su vida a cambio de las notas desconocidas.
Una actriz desaparecida, un editor y director que acosa a sus empleadas, un periodista mujeriego y adulador, un anciano músico auto exiliado y un joven cargado de siglos son los compañeros de viaje de Soledad en la búsqueda de la partitura, que la llevará desde Barcelona hasta Amsterdam, Viena, un pueblo de Galicia, y de vuelta finalmente a Barcelona. Una partitura compuesta por Beethoven, que garantiza veinte años de éxito a quien la toca al piano, a cambio de una eternidad en manos de su Amada Inmortal –con la que el genio mantuvo una apasionada correspondencia real que se reproduce íntegramente al final del libro-.

FILOSOFÍA Y PALOMITAS

Filosofía y Palomitas es un disparatado ensayo que pretende bañar la vida de una capa de banalidad lejana de cualquier tipo de erudición. Escrito bajo el pseudónimo de Fabio Neri, el libro es un conjunto de diez reflexiones sobre otras tantas cuestiones aparentemente trascendentales.

Las diez reflexiones son A Modo de Introducción, Personas que Pasan a la Historia, Citas Históricas, Críticos de Prestigio, Hombres Sabios, Sabias Mujeres, La Filosofía, La Vida, La Musa, y Filosofía y Palomitas. En ellas, se abordan temas además como el ocio, las modas, la política, los tabúes, el tabaco, el terrorismo, las leyendas urbanas, el segundo mágico, y un largo etcétera siempre bajo una mirada irónica y pretendidamente descargada de trascendencia.

En él se pretende no dejar títere con cabeza, empezando por el propio autor, presentar dudas sobre planteamientos aceptados como inamovibles, o agitar verdades incontestables siempre desde una perspectiva algo picante, desde una intención humorística sana, aunque en ocasiones pueda llegar a resultar ofensiva.

La culminación del libro consiste en relacionar solemnemente el consumo de Palomitas de maíz con la muy noble labor de la Filosofía, sirviendo así de demostración pretendidamente empírica de cómo se pueden llegar a conclusiones totalmente disparatadas partiendo de premisas absolutamente auténticas, y aplicando correctamente métodos deductivos o inductivos, lo cual explicaría por qué el mundo es cómo es, y las cosas funcionan como funcionan.

EL FINAL DE LA PARTIDA

El Final de la Partida es una ópera juvenil con tintes de tragedia escrita en prosa, con su propia banda sonora que aparece diseminada por doquier entre sus páginas, donde los protagonistas aluden a los temas musicales que marcan los momentos más intensos de sus jóvenes vidas.
Los Golfos son un grupo de rock que pasan los días de verano holgazaneando y ensayando sus canciones mientras viven todo lo deprisa que su edad y sus recursos se lo permiten. Pero en realidad son mucho más que los cuatro componentes del grupo. A Negro, Cabeza, Grande y Niño se les une toda una corte de amigos de todos los perfiles, que son los que en realidad forman la auténtica comunidad que se agrupa bajo el nombre de los Golfos.
Los Cazadores forman la antítesis de los Golfos, aunque en realidad bien podrían ser un auténtico alter ego de los mismos. Comparten inquietudes, gustos, ambiciones, sueños, esperanzas y desesperanzas... Al igual que los Golfos, los Cazadores también son algo más que un grupo de rock, y forman una comunidad tan similar a los primeros que podrían tratarse incluso de comunidades afines.
Golfos y Cazadores mantienen una enconada rivalidad, materializada por los componentes de ambas bandas de rock, que se arriesgan en una serie de retos en la que los unos pretenden quedar por encima de los otros, en una carrera hacia ninguna parte en la que el peligro real es cada vez más intenso e inevitable.
En medio de esta vertiginosa y turbulenta vida adolescente, un macroconcierto viene a añadir más leña a un fuego que no la necesita para nada. El reto más peligroso está servido a la finalización del concierto, y en él Negro y Toni solucionarán de una vez por todas la cuestión del liderazgo en la ciudad.
El Final de la Partida trata, en definitiva, de abordar la eterna y atemporal problemática de una juventud perdida, ignorada, olvidada, a la que todo el mundo dice proteger y por la que todo el mundo afirma desvivirse, pero que en realidad deambula sola por el mundo a la búsqueda de su propio camino, de su propio lugar, de su propia identidad. Disfrazada de unos aparatosos fuegos de artificio, en realidad no es más que un canto impotente a favor de esa etapa de las vidas de todos nosotros que con tanta facilidad es ignorada en cuanto las olas de la vida adulta nos absorven para colocarnos en su cresta o para sumergirnos en el fondo del lodazal.




Estas son TIERRA y AIRE, por separado.

Juntas forman CICLO VITAL.

Las coloco aquí a mayor tamaño para que se aprecien mejor

NOMBRE: José Manuel Reina FECHA DE NACIMIENTO: 14-03-1972
RESIDENCIA: Sevilla E-MAIL: josemanuelreina@josemanuelreina.es


BIOGRAFIA BREVE:
- Soy un lector empedernido, incapaz de resistir la tentación de devorar cualquier cosa que cae entre mis manos, incluidas las etiquetas de los botes de gel de los cuartos de baño.
- Participo en una asociación de lectores en mi lugar de residencia, donde realizamos diversas actividades relacionadas con el mundo de la literatura.
- Me gusta la vida en la mayoría de sus facetas, aunque tengo una cierta tendencia a pensar que homo sapiens sapiens es una especie defectuosa, a juzgar por la actitud de algunos ejemplares.
- En verano comparto mi gusto por la lectura con la elaboración de algunos lienzos al óleo y algunos borradores de carbón sobre papel.
- Desde 1.994 tengo como hobby la elaboración de historias de diversos tipos, temas y extensión, aunque tanto textos como imágenes no son más que divertidos entretenimientos, lo aviso.
- Hablo inglés, italiano y portugués.
- Soy Director y Administración de Empresas, habiendo conseguido el grado de Máster (M.B.A) en dicha especialidad, cosa que me importa un pimiento.
- Trabajo en una multinacional italiana relacionada con el mundo del metal, cosa que me importaría otro pimiento, de no tener que vivir de ello.
- No sé qué quiero hacer cuando sea mayor, pero sí sé lo que no quiero hacer: aburrirme hasta quedarme dormido y dejarme arrastrar por la corriente.
- Que nadie se engañe, aquí no hay ningún genio, sólo un tipo corriente que quiere vivir para siempre.


Saludos para quienes paséis por aquí.

Trataré de ordenar todo esto en breve tiempo, y dejar aquí mis pequeñas tonterías.

Espero que os gusten, y agradezco cualquier comentario que me ayude a mejorarlas.

Saludos!!!